Opinión

La cruz de madera

ALBA FERNÁNDEZ
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JUEVES, 13 DE ABRIL

Se ha ido el último heterodoxo, el que decía que el destino ayuda a los audaces. Lo conocí bien allá a finales de los setenta en la tertulia que teníamos en el Café Ruíz allá en el barrio de Malasaña y que, por fortuna, sigue abierto. Allí estábamos todos los martes diez o doce tertulianos. Cada semana invitábamos a un escritor importante al que acosábamos a preguntas. Con frecuencia, acudían Fernando Savater, Luis Racionero y otros.

Cuántas discusiones, no te miento si te digo que dos contertulios, ya al final un poco tocados, se desafiaron a duelo allá en El Retiro, al lado de la estatua del Ángel Caído. Lo que narro es cierto, testigo es el poeta Antonino Nieto. Una tarde en que reinó la agresividad en el café, el poeta Eduardo Haro Ibars, maldito entre los malditos, sacó de su bolso un pequeño revólver, se irguió y dijo: “Basta ya de tanta palabrería, a ver si tenéis cojones de jugar a la ruleta rusa”. Aún hoy no sé si la pistola era de verdad, pero la tuve en las manos y me temo que sí. Pero hermano, me reservo lo que pasó allí, hay cosas que no se deben contar.

El otro día, escribió el poeta Luis Alberto de Cuenca sobre la vida de Sánchez Dragó y acertó al decir que si Borges escribió un soneto pidiéndole perdón a su madre por no haber sido feliz, “el maestro Dragó no ha tenido que pedir perdón a nadie porque sí ha sido feliz, lo ha sido siempre”. Allá en el Café Ruíz lideraba la tertulia con maestría. Acababa de sacar ese libro imprescindible ‘Gárgoris y Habidis’, una historia de España a la contra que nos fascinó. Salió allá en el 78 cuando este país conocía las primeras libertades.

Fernando, osado y aventurero, vivió su vida literariamente. En la cruz de madera sólo una frase: “Escritor y viajero”. Sabía bien que la vida es una aventura atrevida o no lo es. Recuerdo ahora, a veces desaparecía un tiempo sin venir a la tertulia y al regreso decía con naturalidad: “He ido al Tíbet a meditar”. Así era él, siempre a la búsqueda del saber y aunque recelaba del Mayo del 68, de allí tomó la máxima “la imaginación al poder”.

Era muy crítico con la literatura actual. Insistía: “Hay que escribirlo todo; ya no se escriben las cosas de verdad y eso es desolador”. Ah, Fernando, que amaba lo prohibido, lo secreto, lo mágico. Y que uno de sus libros de cabecera con el que quiso ser enterrado era ‘Guillermo el travieso’. Cierto es que la última travesura de Fernando fue embaucar a un ingenuo Abascal de Vox para la esperpéntica moción de censura protagonizada por Tamames.

Algunas veces fui a su guarida de la calle de La Puebla. Cómo te diría, era un museo, aquí y allá imágenes de Buda, mapas indescifrables, libros esotéricos, los jodidos gatos con los que mantenía una comunicación mística. Mira tú que observé los rincones pero allí no estaba el ataúd donde él reposaba y meditaba. Supe después que lo conservaba como oro en paño en su tierra soriana, en el pueblo de Castilfrío de la Sierra.

Con Fernando se ha ido un ‘contestatario’, que decíamos entonces. Nunca le gustaron ni las lamentaciones inútiles ni la melancólica resignación. Huía como de la sarna de la uniformidad que nos atrapa y excluye al diferente. Un día que me vio herido, me enseñó un mantra: “Recítalo en los malos momentos, te ayudará”. Al fin, lo veo ahora, su sonrisa pícara, aquella mirada de santón que a veces mostraba. Y, cielo santo, todos le envidiábamos, las mujeres lo amaban, tuvo tantas novias y compañeras y cuatro hijos. Tenía ya ochenta y seis, y hasta comercializó su propia viagra: ‘Homo Erectus’.

(Lo hacía todo bien, artículos de viajes, libros, críticas, endiablados programas de televisión. En su funeral en su pueblo soriano de Castilfrío de la Sierra, hubo vino tinto y embutidos. No es tan sorprendente que allí coincidieran sus tres mujeres, sus amantes, sus hijos y nietos, sus amigos, periodistas y escritores. Todos esperaban una ceremonia oriental o así, pero Sánchez Dragó decidió tener cristiana sepultura con un entierro austero, ‘clásico, hondo y castellano’).

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