Opinión

La extraña invitación

En aquellos años, finales de los sesenta, principios de los setenta, cómo te diría, los ourensanos eran más enrollados, más inocentes. Sin duda, más humanos y más sabios.

Cierto, los domingos de aquellos años, Ourense era una alucinación. Por primera vez bajaba a la ciudad una tropa extraña, llegaban en fila, después se esparcían. Vestían muy correctos, eran discretos y entraban con decisión a La Ibense, allá en el Paseo, que era su lugar favorito. El barman era un tipo entrañable, hablador y divertido y les atendía con alegría y naturalidad. Las conversaciones eran con frecuencia un poco disparatadas, pero no pasaba nada.

Si te fijabas bien aquellos clientes tenían una sonrisa aérea, beatífica y como en el verso de Lorca ‘traían una sombra atada a la cintura’. Mira tú, Ángulo Inversoaquellos años la ciudad se hizo cómplice y acogió con calidez a aquellas personas que el fin de semana vagaban en paz por la ciudad.

Hermano lector, a estas alturas ya sabrás que hablo de los internos del sanatorio psiquiátrico de Toén. Qué valiente el culto director Cabaleiro Goás: “Hay que sacar a las ‘rúas’ a esta gente ya”. Así fue. Por primera vez en este país los que llamaban locos salieron a las calles. Al fin, eso que llaman locura no es otra cosa que otra forma de ver la vida, decía el doctor Laing. Nadie como el doctor Cabaleiro entendió, por ejemplo, la tragedia de la emigración: yo estaba interno, era navidad, marchábamos felices a casa. Veo ahora a Manuel en lágrimas. Él se quedaba, sus padres estaban emigrados en Centroeuropa.

Por fin, llegaron los primeros fármacos y todo mejoró. Porque la historia de los llamados locos es ciertamente muy triste. Hasta no hace tanto, vivían marginados y en condiciones lamentables. Era frecuente en las aldeas que estos enfermos sólo convivieran con los animales en las cuadras. Ay, yo vi en un lugar de Vilardevós cómo una o dos veces al día le daban de comer a un hombre en una oxidada lata de sardinas. Apenas tenía movimiento, una cadena sujetaba su cuello.

Aquel hombre encerrado en la cuadra a veces gritaba. Más bien aullaba. Era un berrido lastimero muy parecido al de la Niña Chica del espléndido film ‘Los santos inocentes’. Me recordó a ‘Azarías’, el hermano de Régula, un ‘inocente’, un infeliz marginado y sin malicia. Ah, el mejor papel de Paco Rabal que reflejó aquella España ignorante y analfabeta. Quién no recuerda la magia entre Azarías y la milana, el búho que protagoniza el crimen y el trágico desenlace.

Cómo es la vida, años después conocí mucho a Terele Pávez en Madrid. Su papel de Régula le marcó y hasta le llevó a cierta autoexclusión social. Ah, Terele, te juro lector, que una noche me contó en el pub Santa Bárbara: “Qué cabrones, unos empresarios me han puesto un cheque en blanco para que represente la obra de Lorca ‘La casa de Bernarda Alba”. Recordarás, lector, que su padre, Ramón Ruíz Alonso, delató a Lorca a los falangistas que le fusilaron.

Pero volvamos a Ourense, finales de los sesenta. Era una ciudad nada estandarizada un poco rural. Los paisanos sabían que el arte de vivir es salir lo mejor parados posible. En las calles abundaban personajes que tenían un mundo propio, originales y auténticos. Los de mi generación recordamos sin duda a aquel joven de mirada cándida y alma femenina que tenía el arte de hacernos más felices: en plena calle, vestido como una bailaora gitana, cantaba con gracia, por ejemplo la inmortal ‘La bien pagá’. O al ‘capitán bombilla’ con sus condecoraciones y una bombilla en la frente tal si fuese un tercer ojo. Ah, hermano, ‘el pistolas’, que tenía su reino entre la plaza de Abastos y las Burgas, un hombretón que parecía salir de una de aquellas novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía.

(Pero de quienes quiero escribir es de aquellos extraños personajes que los domingos acudían a La Ibense, su lugar favorito. Qué habrá sido de Agustín, ‘el de Atenas’ le llamaban. Lo cierto es que era de la zona de Viana y había sido maestro, muy aficionado a la filosofía. Era flaco, calvo y vestía una usada chaqueta azul con botones metálicos.

Nadie nunca me hizo una invitación tan tremenda como la que voy a contar. Me solía encontrar con él en la heladería, a eso de las cinco. Qué asombro, conocía todas las divinidades latinas, las griegas, los poetas y era capaz de recitarte alguna estrofa de la Odisea. El doctor Cabaleiro le tenía mucho aprecio. “Agustín es como don Quijote, aquel por los libros de caballerías, este por los libros de mitología”. Algunos días en la barra me hacía la insólita invitación: “Mire, usted es mi amigo. Yo soy uña y carne del griego Orfeo, aquel que con la lira sedujo a los dioses y descendió a las tinieblas para rescatar a Eurícide, su difunta mujer. Ya bajé dos veces a la gran cueva a rescatar a dos compañeros de mi aldea. Si quiere usted traer a alguien querido, yo lo arreglo y bajamos juntos").

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