Opinión

La linterna delatora

Con alguna frecuencia tenemos tertulia en el local en que suena el mejor blues de la ciudad, O Frade. El otro día sucedió algo especial. Discutíamos con vehemencia de cine. A unos metros nos observaba con curiosidad un hombre ya anciano que bebía solitario. Cauteloso y discreto, decidió acercarse a nosotros.

Se dirigió a mí: “A veces leo sus artículos y sé que le gusta escribir sobre oficios olvidados. Yo soy un hombre que ama el cine. Pocos han visto tantas películas como yo. Sepa, quizás sea el último ‘acomodador’ vivo de la cuidad. Trabajé duro y amé mi oficio. Aún conservo mi linterna plateada, mi uniforme gris y mi gorra con la que me sentía casi capitán general. 

Hemos mejorado, antes lo habitual era la impuntualidad, esa lacra tan española. A veces tenía que sortear un regimiento para llevar a la persona a su butaca. Las propinas eran escasas. Las protestas abundaban: ‘Qué, fulano, ¿también llega usted tarde al tren?’. Me harté de ver en el Nodo el rostro del general Franco hasta pasados los 70. En la posguerra había que poner a la gente en pie para cantar el ‘Cara al sol’ antes del inicio de la película. Ay, en algún lado siempre había un falangista vigilando. Recuerdo una lejana tarde, había mucho barullo, nadie cantaba. Qué furioso se puso, arrogante me enseñó la pistola: ‘Haz cantar a estos patanes, cabrón’.

Veo cómo mis nietos me enseñan a entrar en la realidad virtual. Créame, aquellas generaciones de los años 50 se metían tanto en la película que daban grandes gritos para avisar al ‘artista’ de que el peligro le acechaba. Se hizo popular la frase: ‘A los caballos, que vienen los indios’. En el gallinero, se erguían jubilosos de los asientos y festejaban el sonar de la trompeta y la triunfal llegada del Séptimo Regimiento de Caballería, con el general Custer al frente. Allá van, vuelan cáscaras, desperdicios y otros objetos desde el gallinero al patio de butacas. Cómo iba a poner a alguien en la calle, menuda se armaría. Apenas podía con el grupo que en el rincón más oscuro se masturbaba con las escasas escenas eróticas”. 

Nuestro hombre, el locuaz acomodador, cuenta alegre sus cuitas. Le invitamos a beber con nosotros: “Me daba mucha pena, a la puerta quedaban tristes los adolescentes por el jodido cartel ‘Para mayores de 16 años’. Apenas colaban los trucos de falsificar la edad o la foto. En comisaría nos apretaban con los menores. 

¿De las filas de los ‘mancos’, me dice usted? Las últimas filas eran un jolgorio. Parejas de novios y ligones ocupaban esos asientos. Entonces se decía: ‘Qué, ¿le metiste mano?’. Ay, amparados por la oscuridad, ellos deslizaban con destreza sus húmedas manos generacionales por los generosos senos de las muchachas de la época. Si la cosa iba a más, no tenía otra opción que delatarlo con mi linterna. Los tiempos eran así: ‘Hazme lo que quieras, amor, pero no pases la frontera de mi cintura’. 

¿Recuerdan?: ‘Descanso, visite nuestro bar’. A veces los cogía desprevenidos, qué revuelos de faldas y vestidos. Ay, y las manos volvían veloces a la normalidad”. 

(El cómplice acomodador se despide cálidamente. La tertulia continúa, alguien dice: “Nos olvidamos de preguntarle si en Ourense hubo ‘pajilleras’ como en los oscuros cines de Madrid”: señoras maduras se sentaban a tu lado, negociabas y te hacían un “servicio”. Cela relató muy bien estos cutres y lascivos locales. En la leyenda está el cine Carretas, al lado del Kilómetro Cero. Allí abrevaron todas las generaciones de aventureros sexuales durante décadas, jubilados, chaperos, cabezas de familia, reclutas… Allí no había acomodadores. En las últimas filas todo podía suceder. Umbral cuenta de aquella tribu que se movía en cuclillas entre las butacas y en un pis pas abría las braguetas de los cómplices, espectadores, o no. 

Se acaba la tertulia, alguien dice: “El emblema de aquellos tiempos es, sin duda, la delatora linterna del acomodador”.)

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