Opinión

La linterna acusadora

Marcelo, ven aquí”. La escueta frase está grabada a fuego en una generación mutilada por el sexo.

Marcelo, recuerda, eramos todos nosotros: ojos desorbitados, boca sedienta, el corazón que estalla.

“Marcelo, ven aquí”. Su mirada turbadora. Ah, amigo, te hablo de Anita Ekberg, 1960. Seguro que la albergas en tu lugar de los milagros.

Ella en la Fontana de Trevi, empapada hasta el alma. Ah, la jodida castidad, saltó por los aires.

La Dolce Vita. 1960. El tiempo de los extensos cines, con olor a perfume barato y calefacción intensa.

Cine Principal, gallinero: tablones extendidos unos sobre otros. Tres pesetas la entrada. Jamás sentí tanto silencio. Un aquelarre oscuro. Te juro, en las esquinas más discretas había un pelotón de adolescentes y no tanto, trasgrediendo con el nefando pecado solitario.

“Marcelo. ven aquí”. La linterna acusadora que enfoca a la peña. “Veña a calle”, dice el voluminoso acomodador. Un murmullo. La luz que se enciende. Al menos doce jóvenes se van entre protestas y risotadas.

Cuentan, cuando Fellini rodó la escena de la gran fuente se deslumbró, perdió los papeles, fingió enfermar y dejó el rodaje para el día siguiente. Ah, Fellini que nos hizo amar a las estanqueras de senos excesivos, nos mostró la Roma clandestina y pecadora, nos hizo caminar por el lado oscuro y fue nuestro cómplice. Provocó en nosotros un subterráneo temblor. Escucho nuestra voz apagada cuando de rodillas nos dábamos golpes de pecho en el confesionario, ante la promesa de un “cielo viejo”.

(1960. Los bancos sucios del gallinero del Principal. La mirada devoradora de Anita, lejana a la edad tecnológica. Qué bárbara melancolía. Qué tristeza no estar entre el extenso cupo de hombres afortunados que la amaron, desde Sinatra a Gianni Agnelli.

Cierto, los dioses siempre castigan a quienes osan parecerse a ellos. Cuentan, Anita antes de morir afirmó: “Estoy sola, sin dinero; en la vida he ganado y he perdido, pero he amado mucho”.

A veces me visita en mis sueños: veo sus senos poderosos de vikinga, sus ojos de zafiro velados de melancolía. Escucho “Marcelo, ven aquí”. Qué demoledora llamada.

Todos seríamos Adán y no nos importaría que ella tuviese la manzana en la mano.

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