Opinión

El mal del traficante

Con cierta frecuencia me encuentro con ex compañeros de bachiller en los 60 en aquel colegio un poco extraño, el 'Cisneros' . Lo dirigía “el Moro", aquel cura que había sido capellán en la Guerra Civil. Corría la leyenda de que había dado la absolución a quienes iban a ser fusilados en el paredón. Lo cierto es que todos lo queríamos, era un poco libertario con nosotros. Todos sabíamos que el bulto que asomaba en su sotana era un 'pistolón', manía que le había quedado de la guerra.

Alguna vez hablé de aquel 'cuarto B', allí abrevábamos los más golfos de la provincia: rebotados de otros colegios, tristes hijos de emigrantes que quedaban en Navidad en el internado. Cierto, teníamos profesores de lujo, miembros de la Generación Nós, Xaquin Lorenzo o el intrépido filósofo López Cid, que nos cautivaba, por ejemplo, con la historia de Aquiles "el de los pies ligeros".

Pero a lo que toca. Los voy encontrando en el camino. Qué generación. De allí salimos: un jugador internacional en tres mundiales, dos alcaldes, algún policía, profesores, algún gángster, médicos y un tipo de Lobios que encontré en Zúrich y controlaba prostíbulos y alguna 'boite' de la ciudad. Ay, y muchos -los mejores- que se perdieron por el lado oscuro y yacen en tumbas quizá sin numerar.
No voy a decir su nombre, como le prometí. Me habían llegado rumores de que era un hombre poderoso y temido en Colombia. Desde los 60 no nos veíamos, pero nos reconocimos enseguida. Bigote sudamericano, acento colombiano, una especie de guayaba y la mirada de alguien capaz de soportar largas horas sin delatarte. Ah, cuantas noches compartimos revistas prohibidas y los movimientos de nuestras literas en el internado.
Al fin, periodista, me gusta hurgar en las personas. Con humor le espeté: "¡Qué cabrón!, ya sé que eres un mafioso y controlas todo Medellín”. Él se rio, casi confidente:

“Esos fueron tiempos, hermano. Ahora vivo tranquilo. Te cuento: no terminé el bachiller y marché a Venezuela, donde estaban mis padres. Créeme, mi vida siempre estuvo unida a las vacas. De niño las llevaba con mi abuela al campo. Mis padres allá criaban terneras, vacas y caballos. Como casi toda nuestra generación, nunca me entendí con mis 'viejos' . Un tipo que conocí me insistió ‘vente, te llenarás de plata con este mismo negocio’. Partí con él. Recuerdo la mirada fría del hombre que me contrató.

”A los pocos días estaba en una granja apartada, cámaras de seguridad, hombres armados y un helipuerto. Fíjate, nunca pregunté si aquellos hombres eran veterinarios, pero hacían bien su trabajo: dormían a las vacas, les abrían el vientre, las llenábamos de bolsas de 'farlopa' hasta en los intestinos. Camiones las llevaban a su destino”.

De pronto, mi amigo guarda un silencio. “Quiero venirme. Allí la vida es cada día más provisional. Si aparece un racimo de cadáveres limpiamente  degollados, seguimos indiferentes. La tumba más visitada de Colombia, donde se vierten más lágrimas,  es la de Pablo Escobar. Lo que me apena son tantos gallegos que hicieron de 'mulas' y llenan las prisiones de Sudamérica. La mayoría están allí por chivatazos. Pasar la aduana es pura matemática. Pero no todo es fiesta para el 'narco'. ¿Sabes cuál es el 'mal del traficante'? Con frecuencia, sus hijos mueren de sobredosis".

(Dice cosas que prometí no contar. Nos abrazamos. Miro sus ojos. Tienen la misma herida que cuando nos despedíamos en el internado. Todos íbamos a casa en Navidad. Él quedaba en el colegio. América estaba muy lejos.)
 

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