Opinión

La máquina ya te ama

ALBA FERNÁNDEZ
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Con el inolvidable poeta Carlos Orozo aprendí yo a recitar y lo vi salir a hombros tras recitar su poema favorito

MIÉRCOLES, 29 DE JUNIO

Cielo santo, quizás hermano lector, hayas leído hará dos viernes la sección “Historia en 4 tiempos”. Hay que joderse, el pasado te visita inexorable. El artículo se titula “Las charlas contraculturales de J. Noguerol”. Era 1972. La verdad es que el articulista me trata bien y comenta mis actuaciones en los colegios mayores y algunos clubs de Madrid. En su artículo cuenta de un concierto en el mítico colegio San Juan Evangelista por donde desfilaban cantautores y artistas de la época. Dice de lo mío “Mezcla la poesía de Baudelaire y Ginsberg con música de Hendrix y los Beatles”. Recuerdo ahora esos tiempos en que pensábamos que la revolución estaba a la vuelta de la esquina y que alguien desalojaría en breve al general ferrolano del poder.

Pero te cuento, de aquellas era yo un discípulo fiel del inolvidable poeta Carlos Oroza del que hablo con gratitud porque con él aprendí a recitar. Verídico, yo lo vi salir a hombros del salón de actos de la facultad de filosofía después de leer con ritmo de vértigo su poema favorito “Malú”. Ay, “Malú” está sin duda en el imaginario de aquella generación contestataria y llena de sueños. Jodido poema que me llegó a obsesionar, tantas tardes con él en el Gijón y en el Café Comercial recitando poemas y en tertulias hasta el amanecer “Malú es una hierba que se cultiva en el Nepal / parece como si yo y yo fuésemos dos personas que se persiguen mutuamente…” Es un poema, cómo te diría, lisérgico, que él escribió una madrugada alucinada en la isla de Formentera. En esos años Oroza gozaba de prestigio y le invitaban con frecuencia a hacer recitales por universidades y otros lugares por todo el país. A mí me llevaba de telonero. Llenaba de incienso el escenario y allá salía yo como una bomba recitando aquel combativo poema suyo “Se prohíbe el paso / el reflejo de una bayoneta rompe las alas de un pájaro / un pez se suicida en el aire / se prohíbe el paso…” Alguna vez lo conté, era un poco cabroncete conmigo, cuando íbamos a alguna ciudad él se aposentaba en un hotel de muchas estrellas y a mí me mandaba a una humilde pensión. Después se buscaba la vida, recitaba en un sencillo casete sus poemas y después lo vendía a sus admiradores. No voy a contar lo que sucedió pero una mañana después de un recital en Pamplona decidí huir de su lado. Pero para mí ha sido un maestro y, como dijo Cicerón, la gratitud no sólo es la mayor de las virtudes sino la madre de todas las demás.

Pero regresemos a 1972. Mi espectáculo, a veces sólo vestido con chaqueta militar y encima una estola. Allá empezaba yo muy agresivo con ‘Crónica de una generación crucificada’ “Quinientos cinco mil kilómetros cuadrados de celdas de castigo / el rostro asexuado de una catequista / un traje de marinero y la primera hostia / el sepulcro de un internado asfixiante…” Lástima que el cronista no haya contado las movidas del grupo de rock Cucharada que marcó un tiempo en la historia del rock de los setenta. Era en el intermedio de sus actuaciones cuando, acompañado de los músicos, recitaba yo con gesto altivo. Lo cierto es que lideraba la banda un joven hijo del barrio de Carabanchel ya fallecido. Hablo de Manolo Tena del que quizás recuerdes su tema ‘Sangre española’. Ah, Manolo, tan enigmático, tan oscuro, tan creativo, tan brillante, marcó también una etapa de mi vida.

Cómo es el destino, con frecuencia cantaba en Cucharada el olvidado Hilario Camacho que también cautivó a mi generación. De aquellas venía de Barcelona y se acercaba a la salsa, le gustaba cantar aquello de “Camarera / camarera de mi amor” Salía a escena con imagen punk, el rostro tiznado como un guerrero sioux y como presagiando su trágico final cantaba “Me encuentro tan oprimido para componer un himno / me encuentro tan deprimido para componer… / me encuentro tan reprimido para componer un himno”. Ah, Hilario, tan frágil, tan culto, siempre atormentado por alguna mujer.

Vuelvo la vista atrás, 1972, mi generación jamás pensó que vendría un mundo tan atroz, guerras, pestes, líderes sin alma. Entonces, salíamos a la calle para protestar por la guerra de Vietnam. Ay, qué tristeza, a estas nuevas generaciones no las veo llenar las calles de protestas con canciones y pancartas. Observo pasmado su mirada conformista con los cables en sus cerebros. Ay, leí ayer que en las mesas de caoba de los despachos de quienes nos mandan “Ya están aprobados los diseños de las máquinas que tienen sentimientos y tal vez sean capaces de amarte”. Escribo esto y quizás lo leas como las batallas del abuelo pero he de insistir, la sordidez más puñetera parece cubrir el globo. Serrat escribió estos días “Que no paren los cantores” y, es cierto, existe el adoctrinamiento y el desdén por el saber. Ay, y Serrat deja de cantar.

(Pasan por mi mente mis amigos bardos, Manolo Tena, Hilario Camacho… Y corro hacia mis vinilos. Ahora mis manos parecen empujadas por los dioses, toman aquel disco de Mercedes Sosa “Si se calla el cantor muere de espanto la esperanza, la luz, y la alegría”).

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