Opinión

La memoria es frágil

Podría haber sido el protagonista de “Cien años de soledad”. Estos días en Arzádegos visité el discreto panteón que él mismo levantó justo al lado de la iglesia que construyó.

Me llené de tristeza. Allí estaba su tumba abandonada, llena de estropicios que yo traté de limpiar con mis manos. La memoria es cruel. Nadie reza una oración por su alma. Nadie visita su sepulcro. Cuando la gente va a misa los domingos, nadie se acerca a su sepultura.

Te cuento de este hombre, sacerdote, con el título nobiliario de “Camarero Secreto del Papa”, que le daba derecho a ser tratado y a vestir como un cardenal. Vivió casi cien años. Cierto, nacido en el siglo XIX, pertenecía a ese clero un tanto feudal tan de la época.

Hizo el bien. Afirmó: “En mi parroquia no quiero ni un muerto”. Nadie en el pueblo murió. Fue delatado o represaliado en la Guerra Civil española, cuando por la comarca aparecían cadáveres en todas las cunetas.

Tuvo fama como predicador y de santo, sobre todo en los pueblos portugueses que él también atendía. Fue amigo de Otero Pedrayo. Prestó dinero a los emigrantes que en los 40 partían para Brasil y toda Suramérica.

Monseñor Hilario Álvarez, igual que el personaje de García Márquez, tuvo un sueño ya en su madurez. En el pueblo había una humilde capilla, apenas cabían los feligreses. Decidió construir una iglesia luminosa, amplia y bella. Entonces no había carreteras pero él se las arregló para traer por los montes un puñado de camiones lusitanos, ante los asombrados ojos de los parroquianos. Buscó la mejor piedra. Trajo avezados artistas y canteros del norte de Portugal.

Allá, a principios de los 60, logró terminar la obra.

Monseñor Hilario era tío abuelo mío. Cuando de niño iba a visitarle, me hacía siempre la misma pregunta: “¿Qué es el cosmos?” Después sonreía, me daba un libro del filósofo Jaime Balmes, dulces que preparaban sus criadas y me llenaba la mano de monedas, algunas de ellas escudos portugueses.

Tuvo luz eléctrica mucho antes de que llegase a la aldea. Tuvo el primer televisor en blanco y negro de la comarca, que por su situación geográfica se veía con claridad. En su ‘casa grande’, convocaba con frecuencia a todo el clero de la comarca. Recibía visitas de discretos personajes relevantes de la época. El primer teléfono, desde donde hacía secretas llamadas a Roma. Corre la leyenda de que el día que lo hicieron ‘Camarero Secreto’, lo llamó el propio papa.

Jamás alguien que llamó a su puerta fue rechazado. Pálido y con la eternidad en la mirada, se pasaba horas contemplando el fuego.

(Recuerdo el día de su entierro, la lluvia sin pausa y el silencio que reina en las aldeas cuando ‘tocan a difunto’. Yo era un jovencito y le quería. Te juro que fue así: paré el cortejo lleno de incienso y boato y recité un poema tal Jorge Manrique.

Estoy desolado ante su tumba. La memoria es frágil. Recuerdo a Márquez: “El coronel no tiene quien le escriba”.

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