Opinión

Negocios en el internado

Miércoles, 26 de mayo

Camino por las melancólicas calles de la ciudad. Y me acompaña el hombre que mejor conoce el alma de este trozo de mundo. Cierto, el que mejor conoce lo que se oculta en las uñas de los pies de esta tierra de Auria. Conoció ya de niño, uno a uno, a los "locos" de la larga posguerra al lado de su padre, también psiquiatra. Ay, el injustamente olvidado doctor Cabaleiro Goás, el que arrancó literalmente de las cuadras a aquellos perturbados que, por ignorancia, permanecían atados con cadenas tal animales peligrosos. El hombre que desde 1959 dirigió con mirada progresista el mítico sanatorio de Toén. En principio iba a ser una leprosería, después decidieron que aquellos cuatrocientos mil metros cuadrados albergarían el primer gran sanatorio psiquiátrico de la provincia.

2021-05-30_angulo_inverso_ilust_resultado

ILUSTRACIÓN: ALBA FERNÁNDEZ

Caminamos por la calle del paseo, de la que dijo Cortázar que era una de las más bellas del mundo. Me cuenta “Tenía que ser médico psiquiatra, como si los astros lo marcaran; mira tú, mi padre psiquiatra, nací el día de Perpetuo Socorro, patrona de la sanidad, y además nací en el primer sanatorio psiquiátrico allá en el Couto. Mi hija Paloma es psicóloga, mi familia está llena de psicoanalistas y psiquiatras. Crecí en una casa anexa al centro de Toén. No tenía fronteras con los ‘locos’; a veces le hacía una trastada a alguno y me decía ‘Non me fagas trampas, eu estou aquí por tolo pero non por tonto”.

Pero yo quiero indagar sobre una tragedia de la que él es quizás el mejor especialista. Un fenómeno muy ourensano, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX. En esos años, quizás Ourense fue la provincia que tuvo más "tolos" de todo este jodido país. “Todavía arrastramos muchos males y muchos estigmas de entonces. Ay, la maldita emigración. Te voy a contar una anécdota que refleja muy bien nuestras heridas en carne viva. Me lo contó un profesor. En un colegio había chicos internos y externos. A los más solitarios se les distinguía porque tenían los padres en Centroeuropa. Pues el profesor escuchó esta conversación, uno de esos chicos le decía a un compañero: ‘te doy cinco pesetas si me quieres’. En esta frase está todo el dolor de aquellos cientos de miles de padres que partieron desde finales de los cincuenta a Centroeuropa”. El doctor reflexiona y añade “A los siete años, un padre no puede explicarle a su hijo ‘me voy a Alemania para que tú estudies en un colegio y seas lo que yo no pude ser’. A esa edad, el niño no interpreta así su marcha sino que lo recibe como un cruel abandono, lo que más quiere se va y crece algo así como un odio al padre que le escribe, le envía juguetes pero no siente su brazo protector sobre sus hombros. En esos años, los internados y las casas de los abuelos se llenaron de niños entristecidos y con serios problemas mentales. Su futuro, con frecuencia, era la bebida y la violencia.

Mira, Jaime, un día, alarmados, decidimos hacer un estudio sobre los presos en Pereiro de Aguiar. Créeme, quedamos asombrados. El setenta por ciento de los presos eran hijos de emigrantes”.

Íbamos hablando de estas cosas el doctor y yo, y se acerca una mujer a saludar. Escucha de lo que estamos hablando e interviene en la conversación “Mirad, yo estudié seis años en el colegio de las Josefinas. Había internas y externas. Cuánta pena sentía de aquellas niñas del internado, las recuerdo casi como seres fantasmales. Llegábamos nosotras de la calle llenas de energía y te imponía la tristeza de sus rostros. Nosotras llegábamos con mucha energía a jugar y ellas permanecían muy pasivas. Apenas participaban en el alborozo y en los juegos. Aún recuerdo a Teresa, una chica de Maceda que se sentaba a mi lado en el pupitre. Sus padres estaban en Venezuela y en aquellos años las largas distancias hacían que viniesen muy de tarde en tarde ‘¿Qué te pasa, Teresa?’. Y siempre la misma respuesta ‘Tengo frío’. Algunos domingos, la invitaba a comer con mis padres y allí, en la mesa, mientras comíamos, fue de las pocas veces en que la vi sonreír festiva”.

Hablo con el doctor de esta ciudad de nuestros pecados. Me dice “Es como si los ourensanos no aceptaran ser ellos mismos, como si no se atreviesen a mirar dentro de sí y siempre mirasen hacia afuera. Dicen que es una de las ciudades donde mejor se viste, pero no aceptan de buena gana la autocrítica y el mal de la apariencia los ronda”. Ahí la tienes, llena de cafés de lujo, de salones de belleza, boutiques de lujo, y aún persisten las llagas de las clases sociales. Le espeto “De dónde viene este servilismo tan de aquí?”. Reflexiona “Hace nada, en el siglo pasado, en las aldeas cuando llegaban cartas se las llevaban a leer al maestro. El analfabetismo reina en la provincia, nuestros emigrantes a Brasil a comienzos del siglo XX llegaban sin saber leer ni escribir. Pasó más de medio siglo y la mayor parte de los que partían hacia Centroeuropa firmaban con dificultad”.

(Estoy escribiendo este artículo y pienso que si hay alguien rotundamente solidario ese es Manuel Cabaleiro Fabeiro. Tomó las enseñanzas de su padre y a lo largo de su vida siempre ha estado muy cerca del más débil. No está de más recordarlo. También hay una generación maldita que le debe mucho a este hombre de bien. Allá en los setenta, cuando la epidemia de la heroína mordió a una generación casi completa, sucedió que los médicos no se comprometían ni recibían a aquellos toxicómanos que ya tenían los primeros síntomas del VIH. Y, cierto, fue este hombre el primero en recibirlos y recetarles. A la puerta de su consulta, cada día había una fila de jóvenes empalidecidos y temblorosos. Él los atendía uno a uno, les escuchaba de una forma tan humana que su mítico padre se sentiría orgulloso).

Te puede interesar