Opinión

Ojos amargos

ALBA FERNÁNDEZ
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MARTES, 15 DE NOVIEMBRE

Ya lo escribí alguna vez, parece como si esta ciudad tuviese una extraña aura. Llegan a la ciudad tipos marginales, músicos callejeros, pedigüeños, tipos a los que ha tratado mal la vida. Llegan de paso pero lo he comprobado, muchos que caminan por el mundo de aquí para allá deciden quedarse. Como si este trozo de mundo fuese su destino.

Voy a escribir, hermano lector, de alguien que ha elegido como profesión hacer felices a los niños. Lo estuve observando estos días. Intuí que había algún secreto en este hombre que con dos palos y un algodón enjabonado hace pompas de jabón. Cuando ve a algún padre de la mano de sus hijos, de inmediato ejerce su oficio y los niños corren alegres tras las pompas de jabón. No he visto a nadie hacer este trabajo. Y, cierto, cuando un pequeño rompe el globo, asoma en él como una extraña sonrisa.

Me dije, ¿qué herida tendrá este hombre?, ¿qué pasado cruel? Discreto, nunca aceptaba mis invitaciones. ¿Qué historia guardará este hombre de ojos amargos? Por fin, supe que era portugués, de Valpaços, muy cerca de la frontera de Chaves. Como soy “raioto”, hablo su lengua lusitana. Entonces sí, aceptó mi invitación. Café y magdalenas en un bar del centro. Pero no había manera de que hablase de su vida. Entonces le dije en portugués: “Somos vecinos y conozco tu pueblo cercano a la ‘raia”.

Por fortuna, esto hizo que se abriese a mis preguntas. De pronto, se saca la gorra y me muestra una enorme cicatriz que recorre toda su cabeza. Después, me enseña su mano izquierda temblorosa y casi inútil. Me mira fijo con sus ojos acuosos. “El destino no fue bueno conmigo”, me dice con ese fatalismo de Pessoa que tienen nuestros vecinos lusitanos.  Ahora acepta compartir un trago de licor café conmigo, que suelta la lengua. “¿Ve esa cicatriz? Pues con ella me desperté en un hospital de Houston, después de once días sedado”. Hay que joderse, saca de su gastada cartera un papel y una foto sepia en que está vestido con el uniforme del Ejército americano y se lee borrosamente algo así como “Agregado a una brigada en Afganistán”.

Me cuenta. “Todo empezó allá en los setenta, el servicio militar en Portugal era obligatorio de cuatro largos años en que, probablemente, tenías que ir a la guerra de Angola. Estaba Marcelo Caetano en el poder y no quería darle la independencia a nuestras colonias de Angola y Mozambique. Allá me tuve que ir a defender, más que a la patria, a los amos blancos que poseían extensas tierras. De aquellas, los barcos que llegaban a Lisboa venían repletos de cadáveres. Nadie habla ya de aquello pero en Angola murieron cerca de dos millones de personas. Allí estaba yo de soldadito. Todavía sueño cuando mi compañía se internaba en la selva y de pronto un guerrillero surgía silencioso y segaba el cuello de uno de los nuestros. Aún tengo pesadillas con sus machetes que manejaban con gran habilidad; al menos morías sin dolor. No debía estar yo en mis cabales porque cuando el 11 de noviembre de 1975 le dieron la independencia, yo quedé al servicio de los oligarcas. Fue un tiempo espantoso, todo eran muertes. Aún hoy tienen dificultades para sembrar tomates en esa tierra llena de minas antipersona, por cierto, fabricadas en España”.

Mi amigo engulle un buen trago. Yo le insisto: “¿Y la cicatriz?”. Le cuesta hablar, sólo me dice: “Ya sabe que hoy el mundo está lleno de ejércitos privados. Cuando las cosas comenzaron a ir mal en Afganistán, allá me fui, firmé por dos años. ¿Sabe? Estuve en una brigada, no me haga hablar más, amigo…”

(Vuelvo a mirar su foto desvaída. Me lo imagino allí, armado, con cien ojos. Ay, y ahora, cobijado en esta ciudad tan extraña, busca aliviar sus heridas. Quizás con cada pompa, en cada sonrisa de un niño, busque un poco de paz).


MIÉRCOLES, 16 DE NOVIEMBRE

Ya está de nuevo Dani en sus dominios, la calle Santo Domingo. Se ha pasado casi dos años en la trena. Cómo te diría, para mí y para mi colega Alberto Conde es nuestra ONG. Dani anda maltrecho de la espalda por alguna movida en la prisión. “Salí con mal fario, estuve de okupa en esa casa de Hernán Cortés a la que prendieron fuego y he perdido mis pocas pertenencias”. Me cuenta: “También tuve mal fario en Pereiro. Estaba en un módulo y se entabló una pelea entre magrebíes y españoles. Al día siguiente me enviaron a Teixeiro. Me metieron en un búnker y no me trataron nada bien. Joder, a un tipo como yo, tranquilo, me trataron como a alguien peligroso”.

Le digo: “Pero ya estás en tu calle”. “Antes me metía en un cajero, pero ahora vienen los seguratas y nos echan sin contemplaciones. Pero aquí soy como una institución, todo el mundo me trata bien, lo malo es que duermo en unas galerías”. Le suelto cinco euros, mi cuota de ONG.

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