Opinión

Ojos sabios

Estoy en el acogedor 'Portovello', en la plaza de las Mercedes. Saco mi bloc, tomo mi pluma, se acerca el barman con un brandy. Me pregunta: ¿de qué va a escribir esta semana, señor? Me quedo pensando, lo miro y le digo: "De ustedes, los barman". Él se sorprende y me espeta: "Mire, nos tratan muy mal, casi como a perros, a veces incluso nos silban".

Recuerdo, en el 73 salí por primera vez de España, rumbo a Amsterdan. Llegué como un español asilvestrado y entré en un café. La barra estaba llena. Grité con mi vacilante inglés: "Camarero, un café, rápido". Pasaron los minutos y grité de nuevo pero el hombre no me atendió. Por fin me hace un gesto despectivo de silencio. Me fui. Salí como un españolito humillado. Enseguida entré en otro local. Créeme, jamás pasé tanta vergüenza. Te cuento: de aquella se podía fumar en los locales. Encendí mi último cigarrillo y, en un acto reflejo, tiré la cajetilla al suelo. El barman me observó autoritario: con firmeza señaló a la calle.

Ah, los barman. Hemingway escribió que eran sus mejores maestros. Te hablaré de mi barman favorito. ¿Qué será de él? Nariz romana, paño al hombro, mirada penetrante, atravesaba las paredes. Finales de los 70. Madrid, pub Santa Barbara, calle Fernando VI. El local era el abrevadero de los 'progres' y de aquellas chicas vitales con botas de piel de becerra.

Cuando mis cartas eran bajas y la vida me daba un repaso o una mujer me había abandonado, no iba al psiquiatra ni al psicoanalista ni tomaba píldoras antidepresivas. No. Simplemente iba a su pub, me sentaba en un taburete, allá en la esquina. Mi barman favorito hacía su trabajo, llenaba intermitentemente mi vaso. Yo bebía despacio y él me miraba con sus ojos sabios. Ay, sus ojos sabios conocedores de la condición humana. Ah, de la inmundicia generalizada en la que vivimos.

Jamás hablamos mucho, su nombre era Alejandro, y poco más. A veces se detenía con la bandeja y me decía, por ejempo: "Don Jaime, ¿sabe usted cuál es la reina de las virtudes?” De regreso a la barra me susurraba cómplice: "La reina es la fortaleza, todos nuestros males vienen de la debilidad".

Cierto, su mirada sabia me reconfortaba. Era un conjuro; cómo te diría, me empujaba por 'El Aleph' de Borges. Pasé un tiempo difícil y aquel hombre me cuidó. No sé de dónde sacaba sus reflexiones: "El cisne blanco, sin mancha alguna, canta dulcemente al morir; con ese canto concluye su vida". Cierto, allí escribí las páginas de mi libro “Extraños en el escaparate”.
Conque allí estaba yo, solitario ante mi copa. Me limitaba a estar erguido, inmóvil y leer en los posos de mi cóctel. Alejandro sabía cuándo era el momento justo. Telefoneaba al taxista. Con discreción y delicadeza me asía del brazo. Sixto, el taxista cómplice, me dejaba en casa. Alguna vez me acompañó en el ascensor, sacó mis botas, apagó la luz y se fue.
En ocasiones, Alejandro me la liaba. Me decía: "Aquella señorita le sonríe". Era un truco. Previamente él le había dicho que yo la invitaba a una copa. ¡Qué cosas!, a veces funcionaba.

(Estoy con dos veteranos barman de la ciudad: Jose, el barman que se queda con los jazzman hasta bien entrada la madrugada. Kike del Frade, el único que dice "perros sí". Si entra usted con su can, él tiene preferencia con galletas y agua. "Ah, los perros, estoy perdiendo un cliente. Fíjate, su perro no lo deja salir de casa cuando percibe que viene a beber". Ambos coinciden: "Son tiempos en los que la gente está crispada y triste". Los miro. Tienen los mismos 'ojos sabios' que mi querido barman de Madrid. Hemingway bebería solitario ante ellos.)

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