Opinión

Poner una pica en Flandes

JUEVES, 17 DE FEBRERO

Ciertos días me invade la nostalgia de aquella ciudad en que fui feliz y aprendí a ser libre. Te hablo de Ámsterdam, hermana, hermano, en donde viví en dos etapas, la primera en aquellos lejanos años setenta, por los pelos no vi jugar a Cruyff​ en el Ajax, acababa de ser traspasado al Barcelona. Pero sí tuve la suerte con mi amigo de ver en el 78 a la “Naranja Mecánica” en un partido de la copa del mundo. Aquel día jugaban Johan 1 y Johan 2, así le llamaban a aquel centrocampista Neeskens que enseguida reclamó Cruyff​ cuando fichó por el Barça. Cielo santo, aquello era fútbol y magia.

Pero yo quiero hablarte de Ámsterdam. En los setenta yo estudiaba periodismo y en el tablón de la escuela aquel día pedían a un estudiante para trabajar en Holanda en una emisora dedicada a la emigración. Arranqué el papel y veloz me fui al instituto de emigración, y allí firmé un contrato de seis meses. Pensé, qué suerte, dicen que es la ciudad más libre del mundo. Allá me fui y en un piso un poco cutre estaba la emisora Radio Paradiso. La verdad es que el trabajo era aburrido en exceso. Nuestra radio a eso de las ocho de la tarde, la sintonizaban muchos de nuestros emigrantes que trabajaban en Centroeuropa. A mí me tocó una sección que en aquella época tenía mucho éxito. Se trataba de discos dedicados. Te digo, por ejemplo un emigrante de Carballiño en Amberes le dedicaba a su mujer una canción con todo el cariño y esas cosas. Yo sufría un poco porque mis gustos musicales iban por la música rock de la época. Stones, Lennon, Pink Floyd, y el guitarrista Rory Gallagher que me fascinaba. Ay, las peticiones de aquellas generaciones de emigrantes no eran lo mío. La reina de mi programa era Ana Kiro, sobre todo su disco “Viva Galicia”. Era inevitable poner aquel tema de Andrés do Barro, todos los días dos o tres veces. Créeme lector, lectora, que aún estalla en mi cabeza “O tren que me leva pola beira do Miño / me leva e me leva polo meu camiño. / O tren vai andando pasiño a pasiño / e vaime levando cara o meu destiño”. Bueno, también eran líderes en mi lista Pucho Boedo, Los Tamara y el más solicitado Juan Pardo.

Créeme, yo alucinaba al caminar por las calles de Ámsterdam. Son diecisiete millones de holandeses y diecisiete millones de bicicletas. No hay un nativo de Ámsterdam que no guarde dos o tres bicicletas en el zaguán, mientras aquí, en nuestro jodido país, los españolitos soñábamos con un coche. Entonces, ir en bicicleta era una temeridad. Mira tú, yo iba de un país lleno de miedos, donde existía la cruel ley de vagos y maleantes. Ellas iban para pulcras amas de casa y eran muchas las que guardaban numantinas la virginidad para el matrimonio. No te digo nada de los homosexuales, tan perseguidos y humillados. Incluso los psiquiatras del régimen decían que eran un vicio y una enfermedad. En Ámsterdam la comunidad gay era muy numerosa y respetada. Ya en los años sesenta tenían sus clubs, muchos de ellos abiertos con naturalidad a cualquier orientación sexual.

A veces me invade la nostalgia, voy a última hora al Frade a hablar con Quique. Nos conocimos en la ciudad de los tulipanes. Al fin, él nació y vivió allí. Un día llegó a la emisora para poner un anuncio de un local que iba a abrir. En un viejo artículo que le dediqué, “Las chicuelinas de Quique”, conté que él estaba decidido a vestirse de torero en la barra. Había comprado una capa y ya en casa practicaba los lances más vistosos del mítico matador Dominguín. Ay, cuando todo estaba en marcha, eligió el amor y regresó a España. A su lado, conocí incluso los oscuros tugurios de la ciudad. Mira tú que localizamos el sitio más clandestino, pero a pesar de nuestros intentos, nos negaron la entrada, había noches en que allí se jugaba a la ruleta rusa. Recuerdo bien que en nuestro local favorito Melkweg, que todavía existe allá en la calle Lijnbaansgracht, había una sala de futbolines donde se hacían apuestas. Quique en la delantera y yo en la defensa, formábamos una pareja dura de pelar.

En Melkweg había teatro todas las semanas. Un día tuvimos un jaleo del carajo. Ya sabes, en toda Holanda hay una leyenda negra con respecto a los Tercios del Duque de Alba, no olvidemos que los Países Bajos fueron colonia española durante cien años. Hay que joderse, todavía por Flandes y Amberes, las madres amedrentan a los niños diciendo “Ahí viene el Duque de Alba”. Es bien cierto que en una parte de los Países Bajos abundan hombres morenos, bajitos, de ojos oscuros. En la memoria colectiva de los holandeses está que nuestros tercios, allá en 1568, han sido los seres más crueles del mundo, un ejército de violadores. Todavía hoy en los comics holandeses aparecen los sangrientos conquistadores españoles. Para grandes historiadores, todo eso sólo es una patraña, una leyenda negra para justificar sus derrotas. Pues bien, la obra teatral la crearon unos estudiantes aficionados, trataba sobre las agresiones sexuales de los soldados españoles. ¡Buf!, cielo santo, cómo arremetían los actores. Era bestial, se titulaba algo así como “La furia”. Estaríamos en la sala unas cuarenta personas. De pronto, Quique, que no hacía más que moverse en la silla, me tomó del brazo y me dijo en voz alta “Qué horror, Jaime, nos están humillando”. Hermano lector, lectora, no fuimos dos héroes pero le montamos una buena y, créeme, aún tardaron en ponernos de patitas en la calle.

(Quique y yo siempre aplazamos nuestro viaje a Ámsterdam. Los dos sabemos, aquello cambió. Todo el mundo acude a la ciudad a ponerse ciego de marihuana y hachís. Los nativos están hartos y ya no te sonríen. La ciudad está abatida. Y ambos conocemos la cita poética, “no debes volver al lugar donde fuiste feliz”.)

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Alba Fernández

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