Opinión

Por orden de las brujas

De vez en cuando, mi amigo el profesor se las gasta así. Estoy acostumbrado, qué le voy a hacer. Son las nueve, hora intempestiva para mí, cuando suena insistente el timbre. Cielos, es él, mi contertulio profesor, que con voz nerviosa dice por el telefonillo: “Baja, Jaime, venga, tienes que acompañarme”. No pregunto. Uf, cómo es él, pero es un amigo del alma.

(Alba Fernández)

Bajo las escaleras atropelladamente. Ya la puerta del coche está abierta. “¿A dónde vamos?”, pregunto. “Pues vamos a un sitio donde se te quitará la mala cara que tienes y a mí la mala hostia que tengo”. Enseguida me da dos cálidas palmadas en la espalda, me muestra un CD. Ya suena. Ya tengo claro nuestro destino. “Amália Rodrigues, hermano. El fado nos salvará”. Avanza el coche, qué delicia la letra: “Uma promessa de beijos./ Dois braços à miña espera./ É uma casa portuguesa com certeza”. Mi amigo pisa el acelerador como ávido de llegar al país hermano.

Comenta: “Menos mal que nos queda Portugal”. Después suspira y añade: “Por poco tiempo, colega, el turismo cae sobre el país amado como una negra ave de rapiña. Me imagino a Fernando Pessoa con su maleta tomando el barco a ultramar. Lástima, el mundo ha descubierto a Portugal, y hasta Madonna y sus perros habitan en la ciudad”. 

Le digo: “¿No iremos a Lisboa?”. “No, no; viajamos hacia el lugar en que encontrarán alivio nuestros sobrecargados cerebros”. No hace falta que me diga más. En Montalegre, qué belleza, tomamos café expreso, el jarabe secreto de los lusitanos. Frente a nosotros hay un viejo cartel de José Afonso. Sorprendido, le espeto al camarero: “Sí, José fue el poeta de la Revolución de los Claveles, pero a nadie nos gustó que falleciese solo y abandonado. Allá en Compostela, actuó con frecuencia y se hizo una colecta cuando enfermó, para ayudarle en sus últimos días”. El camarero nos mira pensativo y nos responde: “Amigos espanhóis, é verdade, uma página triste da nossa história”. Y añade: “Aquel 25 de abril de 1974 yo escuché a las 00:20 al locutor Vasconcelos recitar el primer verso y, de inmediato, sonó la canción: ‘Grândola, vila morena./ Terra da fraternidade./ O povo é quem mais ordena’. Salazar era el dictador más viejo de Europa, más que el suyo, Franco, del que era amigo. En Portugal estamos asombrados de tanta ceremonia con su cruel general. Nosotros hemos enterrado al nuestro en una humilde tumba en Santa Comba, donde yace su madre”.

Era inevitable. La nostalgia se posa en nuestros hombros. El hombre llena nuestras cuncas de vino verde. Mientras nos sirve, dice en un castellano correcto: “Nunca jamás hubo una revolución más romántica. Aun hoy me pregunto cómo fue posible que los claveles hicieran el amor con los fusiles. Fueron días inolvidables y miren cuánta represión había, que nuestro asombrado arzobispo de Braga fue el único que impidió tocar de alborozo las mil campanas de la antigua Bracara Augusta”.

Nuestro interlocutor recuerda con emoción: “Mire, ahí donde están ustedes sentados estuvieron dos miembros de la cruel PIDE. Créame, yo no les quise servir a pesar de mostrar sus pistolones. Les oí decir: ‘En España Franco nos protegerá”. Se ríe: “Miles de ellos huyeron como conejos hacia la frontera”.

Pues, hermano lector, allí nos pasamos quizás tres horas con nuestro amigo portugués. Tenía el disco de José Afonso que escuchamos cuatro, cinco, siete veces. Subió a la casa y bajó con una botella: “Esta xurupía, hecha con mis manos, sólo es para momentos muy especiales”. Estábamos tan eufóricos que sólo nos faltó brindar por la revolución. Sólo en Portugal suceden cosas así. “Dois braços à miña espera./ É uma casa portuguesa com certeza”.

(Salimos alegres de más, pero mi amigo es buen conductor. Allá nos vamos. Vilar de Perdizes está cerca. Allí está el amado Padre Fontes. Pero las brujas, que aquí se dan como el mijo, nos ven tan tambaleantes que nos ordenan dar vuelta.

El espejo retrovisor reflejaba nuestros rostros radiantes.)

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