Opinión

Las putas tristes

Semana Santa, inevitablemente tomo mis libros de García Márquez y me voy a Arzádegos, la aldea en que nací en los 50, amparado por la luz de un candil y las manos expertas de la señora Dominga. Amanecía y, abajo, en el comercio de mi abuelo, se escuchaban las voces de los contrabandistas que iban a dar el “salto”.

La señora Dominga y mi abuela Soledad jamás cesaban de rezar plegarias, temerosas del diablo siempre cercano y acosante.

Mi Macondo es Arzádegos. Mientras hago una relectura errática de “Cien años de soledad”, camino por las calles mojadas de la aldea. Pienso. Los rezos de mi abuela no fueron suficientes para aliviar mi vida, tan extraviada con frecuencia.

Pronto di con “Xico”. Los años pasaron pero conserva su rostro huesudo y empalidecido; sus ojos que parecen de regreso de las tinieblas; esa sonrisa beatífica llena de tristeza. Un periódico de Bogotá tituló a cinco columnas cuando murió Márquez: “¡Qué puta tristeza!”. Así es también la mirada de “Xico”.

Era yo un niño y tenía miedo de caminar por las enlodadas calles en la noche. Podía estar él, “Xico”, al acecho en una esquina. Todavía en los años sesenta, en las lareiras del pueblo, se hablaba secretamente del “hombre de la cruz”, mientras la llovizna helada de la “raia” caía sobre la aldea.

Lo que cuenta Manuel Rivas, también me sucedió. Algunas noches me aproximaba a la habitación de mis padres: “Mamá tengo miedo de que venga”. ¡Ah!, te cuento de “la cruz”. Era creencia colectiva que cada periodo de tiempo un lugareño la portara. El que la llevaba tenía trato con los muertos, participaba en ritos en el cementerio, asistía a los moribundos, sabía quién iba a morir y a quién le rondaban todos los males de este mundo.

Cuenta Márquez que a las niñas de Macondo les crecían las tetas con energía secreta. El “hombre de la cruz” también era poseedor de esa energía. Si caminabas sólo y de noche por las calles con el candil en las manos, de pronto, podía aparecer “Xico”. Mientras lo mirabas, lleno de estupor, él podía aprovechar y endilgarte en tus manos la cruz: se liberaba y tenías que encargarte del trabajo maldito.

“Xico” es hijo de portugués que casó en el pueblo. Su casa es la más humilde del lugar, tiene una ventana lúgubre y está en un callejón inquietante. Siempre bebió y fumó sin interrupción. Tardó tanto como Buendía en conocer el hielo. Todos lo quieren en el pueblo.

(No te cuento por qué le debo una noche de parranda. “¿Qué tal 'Xico', qué te gustaría hacer?”, le dije tal si le tentase el diablo. Estábamos solos a la puerta de su casa y era el Domingo de Pascua. Percibí una ansiedad en su alma. Se iluminaron sus ojos amarillos. “Hace muchos años que no salgo del pueblo”. Recordé aquella cita de Márquez: “Mi lento animal jubilado despierta de su largo sueño”.

Un día de estos iré a cumplir mi noche de parranda. Quizás le gusten, como al colombiano, las putas tristes y el sonido de un acordeón lusitano. No, una novicia no. Querrá una mujer sabia cuyos senos no le quepan en sus manos. Ya no quedan mujeres con el virgo remendado, trabajo que hacía con maestría la señora Dominga. Aquella mujer que me ayudó a nacer y, como Melquíades, descifró mi destino y apuró sus plegarias, sabedora de mi devenir lleno de extravíos.

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