Opinión

El reloj de arena

Caminamos por los viejos callejones de la ciudad de As Burgas. A mi lado, Yosi, el eterno líder de Los Suaves. Me cuenta: “Se acabó. Voy a cantar mi última canción. Salgo con los míos por última vez a los caminos. El reloj de arena está en marcha. Puede que suene a algo medieval pero lo que te narro ahora sucedió en mi niñez rural y de posguerra.

Tendría siete años, mi madre era la maestra de una aldea de A Merca. Vivía con ella. Ah, no había luz eléctrica ni carretera. Los candiles iluminaban las ‘lareiras’ humeantes. Anochecía. Otro niño y yo jugábamos bajo un bíblico castaño. Todo ocurrió como un suspiro, te juro que es cierto. Oímos un zumbido extraño, recordaba vagamente el sonido de las campanas. Nos tiramos asustados sobre la hierba. Mis ojos inocentes vieron las sombras de seres de otro mundo que pasaban.

Jamás sentí tanto silencio. Por la noche, los perros ladraron doloridos. Por la mañana, lentas campanadas anunciaron un muerto en el pueblo. Tuve extraños sueños y supe que iba a ser cantor”.

Yosi guarda silencio. Le pregunto por el niño que estuvo a su lado aquel anochecer de los años 50. “¿Sabes?, el clásico dijo: ‘Un ángel no habla con otro ángel de esas cosas”.

Cierto, Los Suaves llevan desde los lejanos 70 del pasado siglo cantando su bárbaro blues. Son la banda sonora de varias generaciones. A donde vayas y digas Ourense, siempre habrá alguien que te dirá conmovido: “Ay, de allí son Los Suaves”.

Sus vinilos son guardados como objetos sagrados. Una noche los vi llenar la plaza de toros de Las Ventas. Qué noche, una ritual saturnal y dionisíaco. Yosi es de esa raza de valientes que sabe que la vida ocurre ahora y están aquí para embellecerla.

Camino con Yosi por la plaza que lleva el nombre de Los Suaves. Nos reímos. Cuentan que una noche vieron a Camilo José Cela haciendo sus necesidades en la plaza que lleva su nombre en Vilalba. “Estoy tentado a imitarlo”.

(“Hace días sentí que inevitablemente tenía que volver a la aldea donde presentí aquella ‘procesión de muertos’. Acudí al lugar exacto donde aconteció el prodigio. Me senté en la hierba al lado del bíblico castaño.

Recé una vieja oración que me enseñó mi madre. Cerré los ojos. Algo me empujó. Cogí un puñado de tierra húmeda, la envolví en mi pañuelo, comprendí al instante que tenía mi reloj de arena. En cada lugar que actúe arrojaré parte de ella, justo hasta que cante mi última canción”)

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