Opinión

Sangre para la revolución

Vivió los tiempos en que el periodismo era una fiesta. En las redacciones había siempre una botella de licor y la alegría andaba suelta entre las mesas. En los talleres se extendía el plomo de las linotipias. El cronista, con frecuencia bohemio y bebedor, iba allí justo al lugar del suceso. Las crónicas se cogían por teléfono.

Cuenta Alfonso S. Palomares: “Cuando fundé Radial Press, una agencia de noticias del corazón, tenia un corresponsal en Londres. Si había alguna foto urgente que enviar, el redactor iba al aeropuerto, se acercaba a algún viajero que viniese a Madrid y le endilgaba el sobre. Aquí, en Barajas, yo lo reconocería”.

Alfonso, como casi todos los de su generación, abrevó en el Seminario. Ha escrito un libro interesante, “Siempre llega la noche”. Desde la adolescencia se sintió atraído por el Albert Camus, que lucho por la liberación de Argelia: “ Es necesario poner fin a la más cruel de las hambrunas y curar tantos corazones inflamados”.

Con apenas veinte años partió al Orán de Camus, aquella ciudad de bares desvencijados, restos de trincheras en las calles y casas abandonadas por los “pieds noirs”. Ben Bella, el líder revolucionario, lideraba esperanzado el país. Qué imaginación la de Palomares: se aproxima con dificultad a Ben Bella y le espeta: “Soy periodista español y he donado muchas veces mi sangre para los héroes de la revolución”.

Lo entrevistó, fue su amigo, viajó a Orán con frecuencia e incluso le ofreció trabajar para él.

El periodista conoció a los políticos más importantes del siglo XX. Con Allende quemó una noche en la Bodeguita del Medio. Una hija del Che le dijo: “Mi padre trabaja en la revolución”. Conoció a Tito. De Alberto Moravia dice: “Tenía unos ojos tiernamente viciosos”. Conversó con los líderes de Palestina e Israel. El jeque Ahmed Yasin, fundador de Hamás: “Qué contradicción, era la imagen de la piedad y la dulzura”. A D.Juan, abuelo de Felipe VI, cuando Franco le escribió que reinaría su hijo Juan Carlos, exclamó: “¡Qué cabrón!”.

Alfonso insiste mucho en la conciencia cívica frente al poder. Sus enemigos dicen “le gusta mucho aproximarse a los poderosos”. Cierto que es íntimo de Felipe González. Lo conoció cuando lucía cazadoras progres y tenia la mirada audaz y lorquiana. Lo protegió cuando era un clandestino en la casa de sus padres en su pueblo, Calvos de Randín. ¡Ah, Felipe!, que hoy es hombre de confianza de Slim, el hombre más rico del mundo.

Sagaz y decidido, creó las revistas más destacadas de la década de los 70. Sorteó con habilidad vaticana el dedo acusador de la censura. Incluso tuvo la idea de “Ciudadano” y las agallas de analizar las aguas de la “mayor factoría de milagros”, Lourdes.

Volvamos a Felipe González. Alfonso estaba a su lado cuando pasaron por primera vez las imágenes del 23-F por televisión. El sevillano contempló en la pantalla la entrada de Tejero en el hemiciclo; de inmediato, mandó apagar el aparato. No soportó verse por los suelos y cerca “erguido como una estatua de bronce”, el camarada Carrillo.

(Un día lo llamó el poderoso Vázquez Raña: “Mi jet está a tu disposición, quiero que vengas conmigo. Voy a matar yo mismo al cerdo, es la matanza”. Allá se fue, al pueblo de Avión. Siete hombres sujetaron un cerdo enorme. Los gruñidos del animal eran estremecedores. Vázquez Raña espetó con fuerza el cuchillo en la garganta del animal. Como en un rito pagano, durante tres días solo comieron su carne. Para purificarse.

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