Opinión

Los secretos del equipo

Escribo esto apresurado y conmovido. Ha muerto don Julio, el del hotel Miño.

Décadas de los setenta y ochenta, Madrid. Intermitentemente llegaba a la capital a sacudirse el polvo provinciano.

Entonces yo era un estudiante de periodismo y estaba siempre al lado del poeta Carlos Oroza. Siempre andábamos “tiesos”; a veces vendíamos casetes con los poemas recitados por Carlos, el poeta maldito, que decían.

Era curioso. Olfateábamos cuando llegaba don Julio: iba directo al Gijón, a la pintoresca tertulia de su amigo el pintor de Lalín, Laxeiro. De inmediato, nos pegábamos a él: generoso como un dios, nos llevaba a algún buen restaurante. Al final le decía a Oroza: “Dame mi postre”. Inevitablemente, Oroza le recitaba su mítico poema “Malu”. Discretamente, don Julio metía unos billetes en su bolsillo.

Algunas noches le acompañábamos a Oliver. A él le gustaba mucho acudir a Cleofás, donde reinaba Moncho Borrajo.

Han pasado los años. Don Julio no se perdía una tertulia del Cortijo, en donde abrevaban también sus amigos los directivos del Ourense. Yo hacia una columna de deportes en este periódico. Me dejaba caer por la cafetería y el inolvidable camarero Gabino me soplaba lo que decían los directivos y el nombre de los fichajes que se iban hacer. Don Julio se reía conmigo: “¿Cómo te enteras de los secretos del equipo?”.

Jaime Quessada decía, en el mejor sentido de la expresión: “Don Julio es el último señorito de Ourense”. Cierto, con él acaba una generación de gentlemans.

Hará una semana que lo vi, Paseo adelante, hacia su tertulia del Liceo. Me recordó la cita del clásico: “Estoy en resistencia ante la vejez, / me resisto a la sensación de ancianidad”.

Me detengo ante el ordenador. Pienso en él . Siempre amó la literatura sobre todas las cosas. Lo estoy viendo salir de la librería Machado en la calle Fernando VI de Madrid con un abultado bolso de libros. Ya contaron de él que protegió a personas perseguidas por el general ferrolano. Siempre le sublevó la injusticia. Jamas perdió el hábito socrático del diálogo.

(“Has cumplido con tu propia vida y te quedas mirando como cae la tarde bajo el árbol en el jardín”. Ah, tras la cristalera del café del Hotel Miño.

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