Opinión

¿Tiene usted algo que alegar?

Allá en el 2015, ya al borde de despedirse de este mundo, me miró, me tomó de la mano y me dijo muy bajo: “Jaime, te visitaré en tus sueños”. Te juro, hermano lector, que ocurre algunas noches de insomnio. Recuerdo aquella tarde lluviosa en Vigo, la última vez que nos vimos, ya nos íbamos y por alguna razón me vino a la cabeza el poema de Borges: “He cometido el peor de los pecados, no he sido feliz”. Pero tuve un flash y le espeté: “Tú no has cometido ese pecado, has caminado por la vida líricamente”.

Años setenta, Madrid, la guarida del Café Lion; todavía no era este tiempo de resignación. Yo era algo así como tu discípulo. Café con leche y churros, alguien pagaría. Nos había presentado aquel torero contestatario que quería hacer una corrida en la que tú recitarías, un pintor dibujaría en la arena, toda una fiesta, un happening. El propio Fernando Arrabal haría de sumo sacerdote. Los dioses no soplaron a favor y jamás se celebró esa corrida.

Cierto, Carlos Oroza es quizás el mejor poeta oral de este trozo de mundo. Sostenía él que la palabra escrita es como prisionera y recitarla es dejarla en libertad. Ay, aquel jodido poema, “Malú”, que recitábamos mientras caminábamos con pasos perdidos por Madrid. “Oh eva / Évame malú / Oh eva / Évame eva / Évame si me transito / Era de noche por tus ojos de fiebre / Ómnima por tus manos que me acarician”. Recuerdo aquel recital en la Facultad de Filosofía: “Se prohíbe el paso del aire de nuestro pueblo”. Años difíciles, el general mandaba y tú saliste a hombros.

Yo estudiaba Periodismo pero mi universidad eran los cafés. Las tertulias abundaban y a veces rozaban la violencia. Ay, en un café de la Puerta del Sol, Valle-Inclán perdió un brazo después de discutir con el periodista Manuel Bueno Bengoechea.

Pero te cuento. Ocurría que algunos días invitaban a Carlos a dar recitales en universidades y centros culturales. Verídico, hermano. Aquel día fuimos a Pamplona. Cómo te diría, yo actuaba como telonero, salía al comienzo diciendo unos versos contestatarios. La cosas sucedían así. Horas antes del recital, Carlos me decía muy serio: “Antes del recital, tenemos que pisar tierra santa, así que vamos al cementerio para purificarnos y que todo salga bien”. Después, llenaba de incienso la sala, unas velas grandes, flores. Allá empezaba yo con “Se prohíbe el paso”. Después, él lograba cubrir de magia a los espectadores. Allá por la mitad, todo apagado, salía yo con una linterna y le espetaba a algún oyente espantado: “¿Tiene usted algo que alegar?”.

Mi última intervención a su lado fue en Vigo. Por cierto, aquella tarde Carlos invitó también a recitar al pintor Antón Lamazares, muy amigo suyo. Los dos fuimos sus orgullosos teloneros.

Estos días he recordado mucho a Carlos. Su editor de la editorial Elvira, que rescató y cuidó mucho sus libros, me contactó. Quieren hacerle un gran homenaje. El editor logró que le cediesen un local. Por cierto, que el sitio conmovería mucho a Oroza ya que hasta no hace tanto había sido un popular tugurio de prostitución allá en la fantasmal calle Herrería. Pues allí nos reuniremos los amigos y seguidores del poeta y está en marcha un proyecto de cien autores que escribiremos sobre él.

Debe de ser una conjunción favorable de los astros. El inolvidable editor de la Banda de Moebius, Juan Luis Recio, que ahora vive en A Coruña, me escribe que Jorge Stoetter, al que le publicó dos libros, alucinó escuchando la voz de Oroza justo estos días en el Café París de Tánger. Allí se hospedaron William Burroughs, Jack Kerouac o Neal Cassady, aquella generación Beat que recitaba en los locales de jazz de San Francisco. Stoetter escribió: “Vuelvo a leer los poemas de Oroza./ Los siento ardientes y sé que son geniales”.

Ah, dulces tiempos analógicos. Veo ahora a Carlos en su mesa favorita del café, peinado con esmero, jersey negro, cuello de cisne, pantalón de pana, ay, y siempre muy perfumado. A veces, desaparecía tres o cuatro días. Pocos conocíamos su domicilio. Una pequeña y austera habitación de una humilde pensión de la calle Jardines. Preocupado, fui alguna vez a visitarle. Te juro que esta era su imagen: sólo él, desnudo, y un botijo de agua en la mesilla. Eran sus días de recogimiento místico y abstinencia, quizás para llamar a las musas.

(Qué verso aquel: “Hay que volverse loco para ignorar que estamos recluidos”. No se despidió de nadie. Huyó de Madrid. Quizás porque “En el norte hay un mar que es más alto que el cielo, todo es vértigo y sombra”).

Te puede interesar