Opinión

La última bohemia

Por fin, la llenan de premios, incluso un Goya. ¡Ah, que mujer! Te cuento mi experiencia con ella: la última bohemia, Terele Pávez.
 

En los 80, tenía yo una bonita buhardilla en Madrid, en la calle Almirante, cerca del Café Gijón. Una calle muy progre, llena de discotecas de moda y bibliotecas de culto.

A medianoche, los coches avanzaban muy lentos y ojos de viciosos imprevisibles miraban por las ventanillas. En las aceras, provocativos chaperos esperaban a sus clientes. Eran las primeras camadas de “chicos de la calle” de la Transición.

Cierto es que mi buhardilla la habían habitado antes dos artistas muy conocidos en la noche madrileña. Con cierta frecuencia, en la madrugada, llamaban a mi puerta personas amigas de los anteriores inquilinos. Desde ‘drag queens’ de extensos tacones hasta todo tipo de seres de la farándula del foro. Los dejaba dormir allí. ¡Qué iba a hacer! Al fin, el poeta dijo: “Nadie nunca se ha marchado rechazado de mi puerta”.

Una noche llegó ella: subversiva, cachonda y vitalista. También traía una belleza madura, cierto desamparo, frío en la vértebra y los mismos ojos tremendos de Régula en su película “Los Santos Inocentes”.

Buscó ella misma una copa, me preguntó si tenía música de Chavela Vargas -“No me gusta vivir una lenta vida idiota”-, y, de inmediato, se quedó beatíficamente dormida en el sillón. A la mañana siguiente, serían las doce, se levantó con rapidez, se pintó algo los ojos, se hizo un café muy cargado, me dio un casto beso en la mejilla: “Tengo cosas que hacer, nos veremos pronto, gracias por todo”.

Así sucedió. Intermitentemente, aparecía en las madrugadas lluviosas. Cuando venía alegre, la buhardilla era una casa de pueblo en día de boda. Pero la mayoría de las veces semejaba venir del “cafetín antiguo de los atormentados”. Me decía: “Tengo mucho frío por dentro”, y se aproximaba a mí como un ángel dolorido. Otras veces se quedaba en silencio, quizás haciendo cuentas de los brazos que la habían amado.

Emotiva, me hablaba de su hijo Carolo, estudiante en Sevilla. La leyenda dice que creció esperándola en los guardarropas de las discotecas más ‘chic’ de Madrid. Pero ellos se adoraban.

(Recuerdo la noche en que hablamos largamente. Terele estaba especialmente desvalida. “Por lo sombría que soy, debí nacer en mala conjunción astral”. Bebimos todo el licor café que había en la casa. Jamás vi tanta angustia en unos ojos sin sosiego. “¿Sabes?, me persigue un dolor como una jauría de perros. Mi padre era bueno, él no mató a García Lorca, sólo era un mandado”. Pero ella y sus hermanas cambiaron el apellido paterno y el historiador Ian Gibson confirmó aquella frase terrible: “Vamos a meterle dos tiros por el culo a ese maricón”.

Ya entraba la luz por la ventana, masculló muy bajo: “¡Qué cabrones! Me han ofrecido una fortuna por representar 'La casa de Bernarda Alba', de Lorca”. Sólo pude decirle que todo mejoraría con las lluvias de abril.

Un amanecer llegó muy alterada y sin norte. “Acompáñame a Sevilla a ver a mi hijo”. No pude ir, no recuerdo por qué. Mientras tomábamos la taza de café, algo se rompió entre nosotros. Jamás volvió a llamar a mi puerta.)

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