Opinión

Ultramarinos y Calzados Noguerol

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Hermano lector, la inspiración existe, te lo juro. Me acaba de suceder justo ahora. Mira tú, estaba terminando mi artículo sobre unas lejanas navidades en Tánger. De pronto, un flash. Mi mano se detiene en el aire. Es alguien del otro lado. Reconozco vagamente la voz de mis antepasados. Es mi madre que me susurra: “No, no, Jaimito, hoy has de escribir de nosotros, y de tu hermana”. Ya caigo, justo hoy cierra, después de muchas décadas, Ultramarinos y Calzados Noguerol, ahí en la calle de la Cruz, número 6 de Verín.

Ráfagas de imágenes en mi mente. No es por vanidad, pero el nuestro siempre fue un comercio con poderío, un clásico. Ah, con su cierre se acaba una manera de entender este negocio: el diálogo con el cliente, el respeto, la humanidad y siempre, siempre, los mejores productos. Cierto, el comercio era rentable, pero mi hermana, acosada por algunos males y por la jubilación, no ha tenido otra alternativa que cerrarlo.

Cuántos años. Mi padre lo abrió en la década de los cincuenta del pasado siglo. No se amilanó porque al lado tuviese una feroz competencia. De niño, yo escuchaba decir a los aldeanos: “Señor Jaime, todos os da miña aldea veñen eiquí”. Mi padre tenía el arte de cautivar al paisano. Yo no salía de mi asombro, conocía a todo el mundo por su nombre, inspiraba confianza y tendrías que ver con qué orgullo sacaba de la trastienda, por ejemplo, el mejor bacalao de la comarca.

Ah, mi madre. Era el complemento perfecto, una comunicadora. No había un niño que saliese del comercio de la mano de su padre sin un paquete de galletas o caramelos. Tenía esa magia hoy olvidada que había heredado de mi abuelo Claudio, el mejor comerciante de la Raia, allá en Arzádegos. Ella bajaba enseguida un té, una manzanilla o invitaba a un grolo de licor café al cliente con dificultades. Escuchaba paciente y tenía una máxima: “O importante é non facer dano”. Se las arreglaba para despachar, hacer la comida y guardar los bultos de los que acudían a la feria.

Las empleadas siempre fueron muy eficientes. Mi padre las contrataba muy jóvenes, les enseñaba sus claves y terminaban siendo de la familia. Inevitable, recuerdo a Mari Tere, tantos años allí. Era un poco cómplice de mi madre y mía. Cuando yo andaba perdido por esos mundos, tenía una táctica: telefoneaba a la hora en que mi padre estaba en el café: “Mamá, mamá, estoy en Nuakchot, en Mauritania, no tengo un duro. Envíame un giro”. De inmediato la débil bronca: “Qué andarás haciendo por ahí, hijo”. ¿Cómo iba yo a decirle que andaba entre aquellos hippies locos en una comuna?, así que me inventaba: “Nada, mamá, es un curso de periodismo sobre el idioma”. Enseguida se ponía Mari Tere: “A ver, cómo se escribe eso, vaya nombre, como lo sepa tu padre…” No abusé, pero lo cierto es que jamás me dejó en la estacada. Cierto es que tardé un poco, pero terminé Periodismo.

Recuerdo aquellos días 3, 11 y 23, feria en Verín. Esos días, y no exagero, había unas colas casi bíblicas a la puerta del comercio. Eran días de ayuno y no había tiempo para comer. Qué buena época. Ultramarinos y Calzados Noguerol lideraba los negocios de Verín. Riadas de gente, mi padre reforzaba el personal. Pienso ahora en esas extensas filas, reflexiono y me doy cuenta de cierto hechizo, acudían allí como a un santuario.

El comercio Noguerol, como todo el mundo en Verín, movía algo de contrabando. Recuerdo cómo a la hora discreta del mediodía, mientras comíamos, llamaban. Mi padre ordenaba: “Jaimito, baja y abre la puerta de atrás a esa señora y cuenta los kilos de café que trae”. Entonces el café era un gran negocio. Mira tú qué gracia. Ahora la villa exige con valentía que no se cierren los paritorios. En aquellos años cuadrillas de mujeres falsamente embarazadas cruzaban Verín llenas de café con destino al comercio Noguerol.

Te cuento, yo como todo hijo crápula de comerciante, a veces alargaba mi mano de prestidigitador hasta la caja, sobre todo cuando rebosaba. Bueno, la verdad es que mis padres siempre fueron muy generosos conmigo.

Recuerdo conmovido aquella generación de viajantes del pasado siglo. Buenos conversadores, un poco bohemios, bebedores, amantes del juego, capaces de llegar en caballerías a los pueblos por caminos enlodados. Muchos comerciantes los trataban despectivos, mi padre no. Eran sus amigos. Le informaban del mundo y ellos, agradecidos, siempre le reservaban los mejores productos. Tengo la imagen grabada: había fallecido mi padre, muy conmovidos desfilaban ante él sus amigos viajantes, más de uno dijo en voz alta: “Gracias, Jaime”.

(Mi querida hermana, Mari Carmen, has sido la más brillante comerciante del valle. Quizás hoy tengas como yo un poso de tristeza. Por la mañana te despertará el ladrido fiel de tu perro. Ningún cliente llamará a primera hora a la puerta. Ay, quizás pasen por tus ojos todos los rostros de quienes has atendido. Pero pienso ahora, hermana, que puedes hacer una ofrenda a los dioses. Qué feliz has sido en el comercio tantos años.)

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