Opinión

Vas a tener gemelos

Ángulo inverso

Ciertas noches la estatua me visita en mis sueños. Mi generación verinense creció a su alrededor. Era como un lugar iniciático. Nos reuníamos allí con nuestros pantalones cortos, nuestros zapatones Gorila y nuestras rodillas siempre llenas de cortes y cicatrices. Éramos unos adolescentes a veces un poco cabrones. Como si la “raia” habitara en nuestros genes.

Te cuento de nuestra ética “raiota”. Allí no jugábamos a buenos y malos. Qué va. Nuestra diversión favorita era jugar a guardias civiles y contrabandistas. Imagínate, hermano lector, todos queríamos estar en el bando de los contrabandistas. A veces nos pasábamos un poco. Con cierta frecuencia atravesaban la plaza algunas mujeres falsamente preñadas: escondían tras sus faldas unos cuantos kilos de café Sical. Nosotros corríamos tras ellas y les cantábamos: “Vas a tener gemelos”.

“Quedamos en la estatua”, nos decíamos para citarnos. De aquellas estaba situada en el centro de la plaza: un hombre de rostro venerable, bigote rotundo y mirada generosa. El escultor la dotó de cierta ternura que conmueve.

José García Barbón, con sólo 13 años, allá en el lejano 1844, subió al barco. Ay, todavía le vela, viaje eterno. Pagó 2.500 reales de vellón para hacer la travesía en camarote. No era un emigrado más, allá en La Habana lo esperaban sus prósperos tíos. Como en un vértigo hizo una gran fortuna, incluso fundó uno de los bancos más importantes de Cuba. Sólo tenía 25 años.

En seguida asomó su actitud generosa y su mecenazgo. Fueron muchos los emigrantes caídos en desgracia a los que pagó el billete de vuelta a España. Fundó una sociedad de beneficencia y colaboró con su inmensa fortuna a la creación del Centro Gallego en la Habana. No hubo un gallego que llamara a su puerta que no fuera atendido. Cuenta Jesús Taboada que en la llamada Guerra Chiquita, cuando los cubanos se levantaron contra España, él decidió liderar una compañía de ciento veinte soldados, los equipó de espléndidos fusiles Remington y colaboró en el final de la insurrección.

La leyenda dice que cuando regresó a España en 1884, al llegar a Vigo se disfrazó como un mendigo. Llamó a las puertas de algunos familiares. La mayoría lo recibió con desprecio. A los que le abrieron las puertas los llenó de prebendas.

Una vez en Verín, se propuso acabar con el analfabetismo, embellecer la villa y hacer del balneario de Cabreiroá uno de los mejores del mundo. “Era dadivoso, caritativo e indulgente. Nadie se acercaba a él que no obtuviese sus favores con largueza y afecto”. Él solo creó y costeó el colegio de San José, regido por los hermanos de las Escuelas Cristianas.

Eran tiempos de “indianos”. Él nunca lo fue. Se les llamaba así despectivamente. Altivos venían, construían sus casas señoriales y paseaban arrogantes con su sombrero canotier de paja y cinta negra, su reloj Longines de oro de bolsillo que asomaba en el chaleco de su traje blanco de lino o su guayabera. Hasta no hace tanto se les llamó algo así como “la generación Haiga”. Llegados a Galicia, lo primero que querían era un automóvil. La conversación siempre era así: “¿Qué clase de coche quiere, señor?. Observe usted el garaje”. De inmediato, el indiano erguía su testa “Quiero el mejor que ‘haiga”. El lenguaje popular utilizó ese error verbal como algo insultante. 

(Dice el inmenso Borges que la envidia es un pecado muy español. Afirma con certeza que en ningún país del mundo se dice por ejemplo: “Esa chaqueta es envidiable”. País el nuestro. Nuestro hombre, hoy tan olvidado, no cesó de engrandecer la villa. El cronista dijo de Barbón: “La fortuna en sus manos era como una lluvia benéfica”. Para don José García Barbón lo más importante era la amistad. No hubo desgracia que él no socorriese. Viendo tanta miseria en las aldeas decidió llevar su gran sueño adelante. Nada menos que la creación de un banco de “crédito agrícola” que prestaría a un interés ínfimo a los aldeanos acosados por los banqueros ávidos y usureros. Hasta ahí pudo llegar don José.

Quería un Verín bello y había llenado de árboles las avenidas y las plazas. Dicen que fue la mañana más triste de su vida. Al alba, alguien llamó insistente a la puerta de sus aposentos. “Don José, don José... qué desgracia”. Cuentan que salió en bata a la calle. Y su rostro se llenó de lágrimas. Las manos de sus enemigos habían talado uno a uno todos los árboles. Herido como Don Quijote, ese mismo día partió hacia Vigo para no volver jamás.)

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