Opinión

Las cualidades democráticas

Años atrás, en pleno debate sobre la democracia y sus principios, me pareceió que fue Alain Minc quien llamó la atención sobre un fenómeno bien sorprendente y bien polémico: el grado de vitalidad en el ejercicio de las cualidades democráticas por parte de los ciudadanos en las democracias de nuestro tiempo. Algo que, a pesar de su relevancia, merece la pena ser considerado de vez en cuando porque todos tenemos ojos y vemos y tenemos oídos y escuchamos y también tenemos, ojalá que no la perdamos, capacidad de asombrarnos ante lo que vemos y oímos.

Desde luego, la existencia de cualidades y hábitos democráticos en los ciudadanos es un tema de interés que refleja realmente la temperatura ética y el temple moral que se respira en el seno de las organizaciones e instituciones del presente y también en la vida social porque tales comportamientos y conductas no se reducen a determinados espacios físicos o determinados horarios. 

Afortunadamente, la democracia, como sentenció Ortega, es el tipo superior de vida en común. Y, como diría Friedrich, la democracia es un talante que expresa preocupación real por las personas y por sus derechos fundamentales. La democracia, me parece, facilita planteamientos abiertos, hace posible que las personas sean el centro de la realidad, proporciona estilos de pensamiento compatible y complementarios. La democracia no se compagina con el pensamiento único ni con esa filosofía del ordeno y mando que todavía subsiste en quienes tienen miedo a la libertad y a la sana competencia.

Hoy, sin embargo, no descubrimos nada que no se sepa si afirmamos que las cualidades y hábitos democráticos podrían mejorar sustancialmente. Sobre todo en quienes tienen a su cargo los destinos de la comunidad, que son quienes mayor responsabilidad tienen a la hora de tomar decisiones que mejoren las condiciones de la vida de las personas, hoy seriamente lesionadas a causa de una deficiente y pésima gestión pública, incapaz de atender precisamente a quienes más lo precisan. No tiene sentido que el Estado recaude más subiendo los impuestos a las personas y luego se siga castigando a los ciudadanos mientras se alimentan estructuras públicas superfluas y se mantiene una corte de adeptos y afines de incalculables proporciones.

Sí, las cualidades democráticas son básicas para que el funcionamiento de las instituciones sea real y producto de la libre aportación de las personas. Por el contrario, es posible, y ejemplos no faltan entre nosotros, de líderes que ejercen hábitos autoritarios conducentes, no sólo a evitar la participación, sino a eliminar a quien ose levantar la voz o sostener alguna posición disidente. 

Veamos un ejemplo bien paradigmático procedente del sector privado, pero que bien podría ocurrir en las corporaciones públicas. El liderazgo en el sector empresarial plantea esta disyuntiva: ¿quién es buen líder empresarial?. ¿El que logra hacer subir, como sea, el valor de las acciones de su compañía? ¿El que se recompensa a sí mismo y a su equipo con retribuciones espectaculares mediante millonarias “stock options”? o, ¿el que busca que los empleados crezcan con la empresa?, ¿el que los considera como instrumentos de usar y tirar?, ¿el que se enfada porque una empleada se ha quedado embarazada?, ¿el que reparte los beneficios con los trabajadores?, ¿el que anima a sus colaboradores y les da oportunidades de desarrollar iniciativas?, o ¿el que reclama que el temor y el miedo dominen las condiciones laborales?

Ciertamente, estas disyuntivas no son teóricas. Se producen en la realidad. Plantean, a las claras, una de las cuestiones morales de mayor actualidad: que la calidad moral de la acción tiene entidad en sí misma. No se mide sólo si influye en los resultados. En el fondo, el utilitarismo en estado puro encierra una peligrosa forma de liderazgo que lleva a dar a las personas la condición de cosas. De ahí que una cualidad democrática que distingue de verdad a un líder es su capacidad real -no fingida o escenificada- para acercarse a las personas y compartir sus preocupaciones y problemas. Algo que no es fácil de encontrar más allá de tácticas o estrategias de fuego artificial.

Hace unos días, cayó en mis manos una recensión sobre unas Jornadas de Ética empresarial. No se por qué anoté estas dos frase de uno de los ponentes: “en la ética empresarial y en la vida en general, siempre se espera que actuando bien, aunque cueste a corto plazo, compensará a la larga”. “Nadie es imprescindible, y si en algún momento puntual se es, trabájese para subsanar esa laguna tentadora para el propio ego, pero peligrosa para el porvenir y bienestar de futuras generaciones”.

Termino. Acabo de releer la biografía de Maura escrita por Tusell. Me llama la atención una de las preocupaciones más características de su regeneracionismo: dotar de vida real las instituciones liberales y democráticas. Y, la democracia real, no se puede olvidar, se produce cuando los hábitos democráticos resplandecen por su ejercicio habitual. Un ejercicio que no se improvisa, que o se practica o se cultiva o no hay nada que hacer porque ni se impone por decreto ni aparece por generación espontánea.

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