Opinión

El estado democrático y Welfare State

Tras la pandemia vamos a tener que recuperar el pulso del Estado democrático y fortalecerlo. Tal tarea significa, entre otras cosas, recuperar para el Estado los principios de su funcionalidad básica que se expresa adecuadamente -aunque no sólo- en aquellos derechos primarios sobre los que se asienta nuestra condición de seres humanos. Entre ellos el derecho a la vida, a la seguridad de nuestra existencia o, por ejemplo, a la salud o a la educación. Y, para que estos derechos tengan pleno sentido, es básica la apelación a la participación, uno de los elementos centrales, como sabemos, del Estado social y democrático de Derecho.

En este mundo en el que la exaltación del poder, del placer y del dinero ha superado todas las cotas posibles es menester recordar que la dignidad de todo ser humano, cualquiera que sea su situación, es la base del Estado de Derecho y, por ende, de las políticas públicas que se realizan en los modelos democráticos. La ausencia de la persona, del ciudadano, de las políticas públicas de este tiempo, explica también que, a pesar de tantas normas promotoras de esquemas de participación, ésta se haya reducido a un recurso retórico, demagógico, sin vida, sin presencia real, pues la legislación no produce mecánico y automáticamente la participación.

Los planteamientos intervencionistas de Keynes o Beveridge, trajeron consigo, tras la Segunda Guerra Mundial, un acercamiento a la planificación del desarrollo o a una política fiscal redistributiva. En verdad, la época de la prosperidad de 1.945 a 1.973 mucho ha tenido que ver con una política de intervención del Estado en la vida económica. Quizá porque entonces la maltrecha situación económica que generó la conflagración no permitía, porque no se daban las condiciones, otra política económica distinta. 

Al amparo de esta construcción teórica, aparece el Estado providencia (Welfare State) que asume inmediatamente la satisfacción de todas las necesidades y situaciones de los individuos desde “la cuna hasta la tumba”. Es un modelo de Estado de intervención directa, asfixiante, que exige elevados impuestos y, lo que es más grave, que va minando poco a poco lo más importante, la responsabilidad de los individuos. El Estado de bienestar que ha tenido plena vigencia en la Europa de “entreguerras” es, como es bien sabido, un concepto político que, en realidad, fue una respuesta a la crisis de 1929 y a las manifestaciones más agudas de la recesión. 

Ciertamente, los logros del Estado del bienestar están en la mente de todos: consolidación del sistema de pensiones, universalización de la asistencia sanitaria, implantación del seguro de desempleo, desarrollo de las infraestructuras públicas. Afortunadamente, todas estas cuestiones se han convertido en punto de partida de los presupuestos de cualquier gobierno que aspire de verdad a mejorar el bienestar de la gente. 

En muchos países el intervencionismo ínsito en el Estado providencia ha convertido a los ciudadanos en personas acostumbradas a esperarlo todo, absolutamente todo, de los poderes públicos convirtiéndose en marionetas del poder de turno. Por eso, ahora precisamos que a través del ejercicio de la libertad en clave solidario cada persona construya su futuro en dignidad sin interferencias externas. Casi nada.

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