Opinión

Si es bueno y todopoderoso…

Tenía 15 años. Antes de las vacaciones de Navidad los hermanos de La Salle, colegio de Santiago donde estudié la segunda mitad del bachillerato, nos llevaban a todos los alumnos de la clase a realizar ejercicios espirituales en el Colegio Mayor Universitario de la Estila, del Opus Dei. Allí pasábamos una semana alojados, encerrados, sin poder salir fuera de la residencia. Estábamos en habitaciones individuales, para favorecer nuestra oración y meditación pero nos las arreglábamos, saltando por las ventanas, para reunirnos y jugar a las cartas. Allí creo que fue donde aprendí a jugar al póker, juego que me tuvo liado hasta el segundo curso de medicina.

El último día de los ejercicios teníamos cada uno de nosotros una entrevista con universitarios que residían en el Colegio o con jóvenes profesores con la carrera ya terminada que también se alojaban allí y pertenecían a la Obra. Mi conversación fue con un joven profesor universitario, bien parecido, que me preguntó si mi estancia había sido fructífera y sobre mis creencias religiosas y mis dudas relativas a la fe en Cristo.

No le dije que me lo había pasado muy bien jugando a las cartas con mis compañeros pero sí le dije que tenía dudas de la bondad de Dios. Y le pregunté: Si él es bueno y todopoderoso, ¿como permite que algunos de nosotros nos condenemos y no alcancemos la vida eterna? Su respuesta fue la misma que ya había oído anteriormente en las clases de religión: Dios te da a elegir, él no te condena, eres tú quien lo hace…

Hoy, mi pregunta no sería aquella, sería esta. Si es bueno y todopoderoso, ¿como permite que un excelente profesional muera cuando estaba en los mejores años de su vida, y sin embargo consiente que asesinos, violadores, y malas personas vivan años y más años y casi no mueran nunca?

Muchas veces me contó mi madre lo que su padre pensaba cuando salían sus seis hijos de casa los domingos de verano para ir a las fiestas de los pueblos cercanos. “Ojalá me vaya yo antes que cualquiera de mis hijos porque la muerte de uno de ellos sería lo peor que podría sucederme en vida”.

Hace pocos días, después de darnos los dos un fuerte abrazo, me decía algo parecido el padre de este gran joven médico fallecido a causa de una seria enfermedad, “es imposible que puedas plasmar en tus artículos de los domingos en La Región el sufrimiento de un padre cuando le toca pasar por esto”. Y mientras lo decía, numerosísimas lágrimas caían de sus ojos llorosos y le empapaban la corbata y la camisa.

Es una gran persona y un buen amigo de sus amigos. Con su merecida autoritas consiguió que Anestesia y Reanimación fuese uno de los mejores servicios del hospital de Orense, mientras lo dirigió. Todos los que le conocemos bien le queremos.

Su hijo, al que conocía menos, se parecía muchísimo a él. Era también de pocas palabras, tenía una bonita y corta sonrisa, y disfrutaba enormemente con la familia, los amigos y el trabajo. En el funeral, el estupendo joven sacerdote del hospital dijo de él que sabía como pasar oculto con sencillez, serenidad y sonrisa. También dijo algo así como -que me perdone si no lo transcribo bien- que Marcos ya había alcanzado la perfecta madurez y por eso Dios lo había llamado, porque lo necesitaba a su lado… Pensé en ese momento, y también ahora, que sus hijas, su mujer, sus padres y sus hermanos lo necesitaban más.

Tuve la oportunidad de hablar un rato con él en dos ocasiones desde que le sobrevino esta desdichada enfermedad y me quedé conmovido de su entereza. En la primera, me dio la impresión que no le gustaba hablar de su padecimiento ni de que se le compadeciera. En la segunda, cuando ya se había reincorporado al trabajo en el que estuvo hasta una semana antes de su muerte, le consulté un paciente que tenía mucho dolor y me dijo que en cuanto terminase con él que estaba atendiendo en aquel momento en la consulta bajaría a verlo y así lo hizo. Era un gran médico.

Tres o cuatro días antes del triste acontecimiento encontré a su madre en la calle. La saludé pero no me atreví a preguntarle por su hijo. Pero tampoco hacía falta. Su cara me lo estaba diciendo. Era el espejo de su alma.

En el velatorio hablaba con un compañero sobre el penoso suceso. Los dos estábamos de acuerdo que es lo peor que nos puede suceder a los que somos padres pero no lo estábamos del todo en quien sufre más, si la madre o el padre. Él opinaba que esta enorme amargura afecta por igual al padre y a la madre, porque había conocido padres tanto o más afligidos que las madres. Yo le decía que las mayores desolaciones percibidas a lo largo de mi vida profesional hasta ahora habían sido en madres que habían perdido un hijo. En mi opinión, llevarlos tanto tiempo en el vientre deja en ellas una huella y una ternura imborrables.

Uno o dos días antes del fallecimiento pidió a dos amigos médicos que le llevasen al hospital para ingresar en el servicio en el que había trabajado hasta pocos días antes, porque sabía que ya no se podía actuar contra esta grave enfermedad y tenía que afrontar la muerte de la mejor forma posible. Su padre me dijo que se fue enseguida detrás de él al hospital y que cuando lo vio, aún le sonrió por última vez. Con su bonita y corta sonrisa. Era valiente. Y lo fue hasta el final.

Dos compañeros médicos leyeron con voz emocionada hermosas y sentidas frases de despedida en el funeral; el tercero, un amigo no médico, lo hizo con voz entrecortada porque no pudo contener el llanto y las lágrimas.

Me gustaría pedirle una sola cosa a su familia. Que no se venga abajo ninguno, porque sus hijas, nietas o sobrinas los necesitan ahora más que antes. Y enviarles un fortísimo abrazo.

Y a Dios, si existe, y es bueno y todopoderoso, que nos explique lo sucedido.


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