Opinión

LOS TRABAJADORES Y LA HUELGA

Eran las 6:15 horas de la mañana del 14 de noviembre. Estaba finalizando mi carrera por el paseo del colesterol. De repente oigo ruidos secos en la carretera contigua, que parecían ocasionados por objetos que caían y tropezaban contra el suelo y las vallas laterales de la vía. A continuación, el frenazo violento de una autobús con pasajeros. Y ya veo como salen llamas de los objetos que habían sido lanzados antes, y a una manada de energúmenos, con pasamontañas y ropas oscuras, que se marchan corriendo.


Como era el día de la huelga pensé que serían exaltados que nunca se hubieran levantado a esa hora para ir a trabajar, si su patrón se lo hubiese pedido por dificultades en la empresa, pero sí para fastidiar a los que ese día querían hacerlo. No saben que la libertad de uno termina donde empieza el derecho de los demás.


El diccionario define la huelga como la interrupción colectiva de la actividad laboral por parte de los trabajadores con el fin de reivindicar ciertas condiciones o manifestar una protesta. No dice que sea hacer hogueras en las carreteras, pintar las cristaleras de las tiendas que deciden no secundarla, romper los cristales de las empresas 'opresoras', enfrentarse a las fuerzas de orden público? Ni tampoco que ese día vale todo.


Después me acordé de muchas cosas. Recordé a mi padre, que tenía un barquito de pesca de bajura, y a los tres trabajadores que le ayudaban. Y como, cuando hacía el reparto entre los marineros de lo que habían ganado con la venta del pescado durante la semana, a uno de ellos, el más joven y trabajador, bajo cuerda, le daba algo más que a los otros. A mi madre le parecía que eso no estaba bien pero él decía que lo hacía porque trabajaba más. Era un niño pero pensaba que mi padre tenía razón.


Y recordé, ya de mayor, el día que a última hora de la tarde se me averió el coche en Verín, cuando regresaba de Santander a Orense, y vi, en el taller adonde lo llevé para reparar, que unos mecánicos no paraban de trabajar y otros no hacían nada. Pensé, ¿por qué a estos que no hacen nada no los echa el dueño del taller? Me explicaron después que si los echaba tendría que darle la misma indemnización por despido que a los otros. Y que los sindicatos los defendían tanto, incluso más, que a los más trabajadores, ya que solían ser afiliados o cabecillas de estas organizaciones.


Unos años antes, un excelente joven médico amigo, que creía como Ortega que un tonto de derechas es igual qué un tonto de izquierdas, aseguraba que los empresarios nunca despiden a los buenos trabajadores. Ni lo hacían con Franco, decía.


Hace pocas semanas cenaba con mi familia en el restaurante de un amigo de uno de mis hijos, que inauguraba ese mismo día en Brooklyn, y nos decía sonriendo: 'esto es capitalismo puro y duro. Ayer estaban trabajando, en su primer día, cinco camareras. Hoy solo ha venido una porque a las otras no les gustó el trabajo, y ni avisaron que no venían. Lo mismo podía haber hecho yo, decirles que no volvieran si no me hubiera gustado como trabajaban. Aquí, contratar y despedir no se conjugan como en España'.


Hace pocos días un enfermo me aseguraba que en nuestro país, muchos trabajadores, si pudieran, quemarían la empresa donde trabajan. En Suiza, donde he estado, los trabajadores la quieren y defienden lo mismo que a los dueños; allí, trabajadores y patronos son más serios, me dijo. Nosotros lo somos muy poco, y así nos va, le contesté.


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