Opinión

LA CONSTITUCIÓN QUE NOS PERMITE HABLAR A TODOS Y A TODAS EN VOZ BAJA

La Constitución cumple hoy, 6 de diciembre, treinta y cuatro largos y fructíferos años. Es éste, sin duda, el período más próspero y fecundo de nuestra convulsa historia constitucional, que nacía hace dos siglos en la bahía de Cádiz. La celebración que ahora conmemoramos, con el transcurso del tiempo, puede parecer rutinaria, un evento festivo más de los muchos que disfrutamos. Sin embargo, creo que los ciudadanos de este país debemos sentirnos orgullosos de que año tras año, y sin interrupción alguna, podamos homenajear la Constitución. Una jornada festiva como la de hoy debiera servir, asimismo, para constatar que nuestro sistema democrático será más auténtico cuanto más se ciña a la Norma Fundamental, y para cumplir este propósito no basta con hacerlo una vez al año, sino que debe consistir en un ejercicio cotidiano destinado a fortalecer y exigir el cumplimiento de los preceptos constitucionales. La vida política de una Nación no se agota con sus textos normativos (ni aunque se trate de la Constitución) y es necesario, por tanto, estar siempre profundizando y puliendo su savia aplicativa. Efemérides como ésta son adecuadas para rendir un sincero y sentido homenaje al trabajo constante de varias generaciones de españoles y españolas que desde todos los campos han sabido ser leales a la Constitución y a sus valores y principios.

El espíritu de entendimiento en torno a la Constitución ha consolidado un Estado de Derecho, garantizando la igualdad de todos los hombres y mujeres ante la ley, y permitido a nuestro país la estabilidad necesaria para recorrer el camino irreversible de la democracia, la libertad, la solidaridad y el progreso social. Si fue importante el consenso en 1978 para producir un nuevo contrato social, expresado en el texto de nuestra Constitución, es ahora, después de más de tres décadas, cuando debemos valorar su importancia en la consecución de la pacífica convivencia de los españoles y las españolas, por encima de las naturales divergencias ideológicas y políticas.

En la actualidad, la valoración global de la Constitución, desde mi punto de vista, es muy positiva, salvo que se quiera adoptar una premeditada distorsión o falsedad de la realidad. Sus logros son innegables, como atestigua el respaldo mayoritario de la ciudadanía, que ha alcanzado, bajo su marco de convivencia en democracia, cotas de libertad y progreso desconocidos. Pero refrendada esta certeza, se aprecia, igualmente, un preocupante alejamiento no sólo del “espíritu” de nuestra Carta Magna, sino incluso de su propio contenido. Se constata un cierto desapego hacia la misma, cuando lo deseable sería que los ciudadanos llegaran a interiorizarla para que surgiera un sólido sentimiento constitucional. El requisito imprescindible para conseguir tal objetivo no es otro que asimilar y conocer suficientemente la Constitución. Desde hace mucho tiempo, vengo denunciando la inexistencia de una política educativa válida a fin de conseguir la meta deseable. De poco puede servir una Constitución si los destinatarios de ella, que son fundamentalmente los ciudadanos y las ciudadanas, la ignoran o la conocen mal.

Son muchas las preguntas que podemos formular en este sentido: ¿hemos sido capaces todos, y especialmente los diferentes poderes públicos, de fomentar un sentimiento auténtico, profundo y continuado de adhesión y confianza a nuestro texto constitucional y a los valores que éste postula?; ¿hemos sabido inculcar a las nuevas generaciones los esfuerzos y sacrificios de los hombres y mujeres que hicieron posible nuestra transición política?; ¿valoramos los españoles y las españolas de hoy en su justa medida la enorme fortuna de haber nacido y estar desarrollando su vida en un régimen de libertades? Las habituales y reiteradas referencias a la preservación del ordenamiento constitucional o la apelación frecuente a conceptos tales como “patriotismo”, “defensa numantina” y “respeto constitucional”, son la prueba fehaciente de las disfuncionalidades que aún perviven.

Esta situación sería subsanable, o al menos mejorable, a través de la potenciación de un “sentimiento constitucional” que, desde la asunción de lo que la Constitución significa y representa, nos abra las puertas a un nuevo tiempo. No hay nada más saludable que estar implicados en la construcción de un modelo de entendimiento fundado en la libertad, la igualdad, la justicia, la solidaridad y el pluralismo. Ello sólo es posible si conocemos mejor nuestra Norma Suprema, pues nada se valora adecuadamente si se ignora. Ya Aristóteles hablaba de la conveniencia de “que los ciudadanos sea tan adictos como sea posible a la Constitución”. Y Condorcet subrayaba “que jamás gozará un pueblo de segura y permanente libertad si no se liga con el necesario sentimiento a su Constitución”. Entre nosotros, Alcalá Galiano señalaba “que no hay nada más conveniente que inspirar a un pueblo la idea de que su Constitución es buena y libre”. Un sentimiento que trascienda por lo tanto los antagonismos y discrepancias de la sociedad civil. Un sentir en consecuencia dinámico y lejano a todo anquilosamiento, que inculque la debida emotividad constitucional entre la ciudadanía. Y si esto es así, un sentimiento constitucional generalizado y fuerte, se nos antoja como un instrumento ineludible para unirnos afectiva y estimulantemente a nuestra Constitución.

Pues bien, los poderes públicos deben ser los primeros en dar ejemplo con una conducta presidida por la lealtad y el respeto escrupuloso al régimen constitucional. La Constitución vigente se ha mostrado y se muestra útil para que el Estado pueda desplegar una acción legítima y eficaz. En situaciones de crisis económica como la que vivimos en estos momentos hay que profundizar en el rendimiento del Estado social. La crisis no puede ser convertida en un pretexto para retroceder en muchos de los avances sociales que tanto han costado conseguir. El Estado de bienestar ha de convertirse así, en un resorte fundamental que haga posible la satisfacción de las necesidades humanas y materiales básicas, tratando de conseguir una vida más digna para aquellas personas que tienen más dificultades.

Finalmente, todos y todas debemos forzar la imaginación, y en la situación actual, más que nunca, debemos buscar soluciones a los problemas que nos atañen. Reflexionar sobre las posibilidades de mejora del texto de 1978 me parece un deber de rigurosa honestidad. Cada uno de los problemas debe ser tratado con el reposo y la serenidad y sin los gritos y alaridos de nuestro pasado histórico. Como dijera Justino de Azcárate, la Constitución es “lo que nos permite hablar a los españoles en voz baja”. Urge dejar atrás la política de desconfianzas y recelos y pasar a la cultura del diálogo y del entendimiento entre los hombres y mujeres y pueblos de España.

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