Opinión

Constitución y regeneración democrática

Un día como hoy de 1978, el pueblo español apostaba por un futuro mejor: la creación de una sociedad nueva, democrática y tolerante. Tras muchos años de inestabilidad política, la Constitución, que con tanto esfuerzo logramos construir entre todos, ha hecho posible la etapa de convivencia pacífica y estabilidad democrática más prolongada de la historia contemporánea española. La transformación de nuestro país en este tiempo ha sido radical y altamente positiva. La Constitución, que con orgullo celebra su treinta y seis aniversario, es quizás el éxito colectivo más importante de la España de los últimos siglos. Es, pues, lógico que cada 6 de diciembre expresemos y manifestemos nuestro respeto y nuestro homenaje a una Constitución que se elaboró y aprobó con la firme voluntad de no excluir a nadie. Si hoy los españoles y españolas somos dueños y dueñas de nuestra voluntad política, si hoy gozamos de la condición de ciudadanos y ciudadanas, es porque en su momento el coraje, el arrojo y la determinación de todo un pueblo apostaron por la libertad, la igualdad, la pluralidad y la solidaridad. El entusiasmo con que los españoles y españolas de entonces, en un acto de generosidad sin precedentes, abordaron el proceso constituyente ha, sin duda, pasado. Ese entusiasmo se ha visto sustituido a lo largo del tiempo por el ejercicio normal de las libertades, el desarrollo del Estado de las autonomías, la integración europea y el acrecentamiento del entramado legal e institucional que ha permitido cambiar la realidad de un país tradicionalmente atrasado. Recordar y festejar el aniversario de la Constitución, año tras año, no resulta, sin embargo, incompatible con proponer su reforma para adaptarla a las circunstancias actuales.

Las constituciones se hacen para que duren y se proyecten en el tiempo, pero, aun siendo cierto esto, es conveniente que las nuevas generaciones se sientan coautoras de la misma y que, por tanto, tengan la posibilidad de modificarlas para identificarse con ellas. Desde 1978 han llegado a la edad adulta dos generaciones de compatriotas nuestros que no votaron en aquel lejano 6 de diciembre porque o no habían nacido o no tenían edad para hacerlo. Son precisamente estas nuevas generaciones las que exigen con mayor energía reformas radicales y profundas. Sostienen que, sin un gran cambio en nuestra Carta Magna, no se removerán los obstáculos que impiden o dificultan el ejercicio pleno y efectivo de derechos tan básicos y fundamentales como la educación, el empleo, el acceso a una vivienda digna, la sanidad, el medio ambiente, la representación, etc. En realidad, no piden nada distinto a lo que, salvando las distancias, se hizo en la Transición, cuando estaba todo por hacer. A muchos, y especialmente a los jóvenes, no les convence el argumento de que hemos mejorado y prosperado desde 1978; aspiran a más, a que la democracia sea más real y participativa y la justicia más distributiva.

La reforma constitucional que puede acometer estos cambios es, al decir de Pérez Royo, la asignatura pendiente de la democracia española. A diferencia del resto de las constituciones de nuestro entorno, que han ido adaptándose a las nuevas realidades políticas, económicas y sociales surgidas en las últimas décadas, la española sólo ha sido objeto de dos reformas puntuales (los artículos 13 y 135). Creo sinceramente que no hay razones para postergar y, mucho menos, aparcar el debate sobre la conveniencia de la reforma constitucional. No podemos olvidar que la reforma tiene por objeto reafirmar y consolidar la vigencia de la norma constitucional y es, en sí misma, un mecanismo de garantía y defensa de la propia Constitución. Una Constitución que, si en un contexto de desafección política y de desprestigio de las instituciones como el que vivimos, no se modifica, corre el riesgo de perecer en medio de una crisis de confianza y de legitimidad del sistema. La reforma por sí sola no posee efectos taumatúrgicos, pero puede servir para inyectar savia nueva en el texto constitucional; para que las nuevas generaciones tengan ocasión de refundar el pacto constitucional; para recuperar la confianza de la ciudadanía en el sistema, haciendo que vuelvan a sentirse dueños de su destino. En suma, la apertura de un procedimiento de reforma constitucional podría configurarse como un valioso instrumento para la regeneración democrática del país y la superación de la crisis institucional en que estamos inmersos.

A mi modo de ver, la reforma ha de ser en profundidad, sin que ello, como es lógico, pueda dar lugar a un texto sustancialmente distinto del actual. Para su elaboración se debería designar una comisión en la que estuvieran representados no sólo los grandes partidos políticos sino una amplia representación de la sociedad, tratando de buscar el mayor consenso posible. Urge alcanzar el acuerdo, sin sectarismos ideológicos, sin exclusiones, sin voracidad de poder; sin utilizar la reforma como arma arrojadiza o como estrategia para excluir o aislar al adversario, y nunca de espaldas al pueblo. Frente a lo que sostienen algunos, modificar la Constitución no es tarea imposible. Nuestra Constitución permite y posibilita su propia reforma. No hay razones por tanto para no abordarla. Así las cosas, rechazo por estériles e inapropiados argumentos tales como el de que es prácticamente imposible conseguir el mismo grado de entendimiento que en 1978. Mucho más difícil fue aprobar la actual Constitución, tras cuarenta años de dictadura, y se hizo. Tampoco me convence la opinión de que en tiempos de crisis es mejor no tocar el texto constitucional. Las constituciones, y nuestra historia es buena prueba de ello, nacen y se aprueban siempre en los períodos de mayor convulsión política y social. Las reformas constitucionales, en este contexto, son siempre respuestas a desafíos y riesgos. Que la reforma sea conveniente, incluso necesaria, no implica que deba acometerse sin las garantías y las prevenciones necesarias, lo que sería incompatible con el rigor que exige. Sin duda, la mejor forma de homenajear la Constitución, y a quienes la hicieron posible, es impedir que nuestro actual texto normativo se convierta, postergando sine die su renovación, en puramente nominal o, lo que es lo peor, en un texto semántico.

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