Opinión

Hoy es Viernes Santo

Al contemplar a Jesús crucificado, podemos comprender que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Es la locura del amor de Dios hacia toda la humanidad. “Nosotros hemos de gloriarnos en la cruz de nuestro Señor Jesucristo: en él está nuestra salvación” (Gal. 6,14). Acercándose a la cruz se entra en la escuela del Crucificado para contemplarle y para escuchar de Él las palabras más generosas de perdón, de paz y de amistad. Precisamente, en la celebración de la pasión del Señor se invita a mirar el árbol de la vida donde estuvo clavada la salvación del mundo.

Creer en el Hijo crucificado significa aceptar que el amor está presente en el mundo y es más poderoso que el odio y la violencia, más fuerte que cualquier mal en el que puedan involucrarse los seres humanos. Creer en este amor hasta el extremo significa fiarse de la infinita misericordia de Dios. El amor, que se demuestra en la misericordia, puede y debe convertirse en fundamento de una nueva cultura de la vida, de la Iglesia y de la sociedad. La misericordia divina y la vida se han alzado definitivamente con el triunfo de la cruz. Dios es el que ha reconciliado consigo al mundo a través de Cristo (II Cor.5,18). Dios es el Dios de la misericordia (II Cor.1,3), rico en clemencia (Ef.2,4).

En virtud de su compasión salva de la muerte (Ef.4,24) y para renacer a una esperanza viva (I Pe.1,3; Tit.3,5). Por eso afirma el Apóstol: nada puede separarnos ya de su amor, ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución, ni el hambre, ni la espada. (Rom.8,35). Porque Dios es mayor que nuestro corazón (I Jn.3,20). Es mayor que nuestros mezquinos cálculos. Mayor también que nuestro miedo. “Dios es amor” (I Jn.4,8.16). Así pues, la misericordia, como emanación del amor divino, es la suma del Evangelio.

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