Opinión

Reforma fiscal: los ricos están tranquilos

En España suele costar hacer las cosas con orden y talento, a diferencia de lo que es norma en países sólidos como Alemania. 

La reforma fiscal del llamado grupo de sabios designados por el Gobierno es un ejemplo más. Se supone que una reforma fiscal a fondo debería partir de cuánto es menester ingresar para garantizar la viabilidad del Estado con una estructura fiscal sólida. De ese modo, y una vez aplicado el porcentaje autorizado de déficit –se supone que el 3% de objetivo que marca la eurozona-, sería posible diseccionar quiénes y cómo deberían garantizar esos ingresos públicos.

Pero en España no se hacen las cosas así. De hecho, a día de hoy, no hay un consenso político sobre qué dimensión debe tener el Estado de bienestar y, en consecuencia, qué nivel de gasto debe aplicarse al conjunto de las administraciones públicas. Tampoco se sabe en España, porque no se quiere saber, cuánta ‘grasa’ fiscal se podría ahorrar racionalizando la arquitectura institucional del país. Es decir, entrando a fondo en la supresión de diputaciones o autonomías, según los casos, ya que alguna de las dos cosas sobran, la concentración de municipios, o la eliminación o reconversión del Senado, por citar solo los casos más evidentes.

La crisis no se ha aprovechado para modernizar y actualizar el Estado, que sigue igual que estaba. Igual de mal, claro. Por tanto, se parte de la base de mantener lo que hay, sin distinguir entre gasto productivo e improductivo y arrastrando el cáncer de la economía sumergida y el fraude fiscal, equivalente a una cuarta parte de la producción del país. Una auténtica barbaridad en un país democrático occidental.

Nada de esto se plantea en la reforma fiscal, que de ese modo se convierte en un nuevo maquillaje, con ciertos criterios inspirados por organismos internacionales al servicio del neoliberalismo y unas cuantas normas que simplifican un ordenamiento fiscal repleto de medidas obsoletas. En resumidas cuentas, no se actúa –de verdad- contra el fraude fiscal ni se observa progresividad fiscal. Los ricos pueden seguir durmiendo tranquilos.

Lo que se plantea es una devaluación fiscal que comprende bajar el IRPF y las cotizaciones sociales en tres puntos, para incentivar el consumo y la creación de empleo, respectivamente, y subir a cambio el IVA y los impuestos indirectos. A ello se añade una simplificación de la fiscalidad que pesa sobre los planes de pensiones al objeto de no castigar más el ahorro. Sociedades –el impuesto clave en la caída de los ingresos del Estado durante la crisis- baja desde el 30% actual al 25% primero y después al 20%.

Desde el punto de vista ideológico de la reforma, es evidente la influencia de organismos como el Fondo Monetario Internacional o la Comisión Europea, siempre partidarios de subir impuestos como el IVA, entre otras cosas porque son más fáciles de recaudar, pero que tienen el hándicap de que gravan igual a ricos y a pobres.

En el impuesto sobre la renta es tan tibia la rebaja de tipos que parece insuficiente para reactivar el consumo. Tal vez lo más positivo está en la supresión de la maraña de deducciones y desgravaciones fiscales en el IRPF y en el impuesto sobre sociedades.

No todo prosperará y, de entrada, el Gobierno ya ha rechazado gravar patrimonialmente la vivienda, pero sí es probable que prospere la filosofía que inspira esta reforma fiscal conservadora.

@J_L_Gomez

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