Opinión

La semana de las maravillas

He tomado el título de una vieja película checa de 1970, dirigida por Jaromil Jireš, cuyo argumento nada tiene que ver con lo que procuro decir en estas líneas, pero puede leerse como adecuada síntesis de lo vivido en Galicia entre el 18 y el 26 de julio pasado.

La gestión, tan sutil como efectiva, del poeta argentino-gallego Luis González Tosar y una decisión generosa del presidente Manuel Baltar se aunaron para hacer posible mi participación en la Festa da Palabra, celebrada en la Ínsua dos Poetas (A Esgueva, parroquia de Madarnás), donde el 18 de julio pasado se rindió homenaje al escritor argentino Francisco Luis Bernárdez, se entregaron los premios Sete Carballas y se inauguró la Fonte das Sete Palabras. Bernárdez, depurado poeta del amor y de la fe, había vivido en Galicia en años de su infancia y juventud y había colaborado con los grupos galleguistas del primer cuarto del siglo XX. No estoy seguro de si en la invitación oficial prevaleció mi condición de presidente de la Academia Argentina de Letras, de la que Bernárdez había sido miembro, o de hijo de un gallego de Banga (O Carballiño), pero en cualquier caso esa doble pertenencia amparó una estancia de nueve días en lugares prodigiosos (empleo el adjetivo en su depurado sentido etimológico), cuyo encanto se alimentó de la sorpresa mía y de mi esposa ante lugares y paisajes que cada día consiguieron renovar el asombro.

Topónimos anárquicamente instalados en la memoria (Cabanelas, Partovia, Sagra, Señorín, Mesego, el Monte de Corzos -donde en un poema Bernárdez decía haber oído cantar un ruiseñor-…), a fuerza de repetidos en las conversaciones de mi casa de infancia, revivieron en esos días multiplicados en boca de la gente o en los letreros de las rutas y los caminos vecinales. A sus veinte años, en los primeros días de 1933, papá había dejado Banga para siempre. Ochenta y dos veranos después, yo recorría la misma aldea con una memoria prestada que buscaba reconstruir cruceros y viñedos, mirar la “casa vieja” que ya no estaba o el exánime pazo de los Quiroga. En el cementerio, acaricié la lápida blanca sobre la tumba de mi abuelo Félix, cavada a un océano de distancia del sepulcro de sus cuatro hijos varones. Desde luego, también estuvo la vida en los rostros de las tres generaciones familiares que mi padre no conoció y que ese día nos acompañaron reponiendo nombres, precisando fechas o mirando el atardecer desde el Balcón del Ribero.

Vimos por primera vez algunas de las rías bajas y el castro celta de Santa Tecla, la ruta de la Ribeira Sacra y el estremecedor cañón del río Sil, que Sigfrido no habría desdeñado. Miramos largamente la estatua del afilador en la plaza de Luintra, que ponía cuerpo al recuerdo de aquella figura de chaleco gris y con boina que recorría las calles del Buenos Aires viejo empujando la rueda y anunciándose con una flauta de Pan.

Fuimos recibidos en el despacho presidencial de la Diputación orensana y también en el Consello de O Carballiño, donde el alcalde Francisco Fumega me anticipó el inicio del expediente para que se me nombrara “hijo adoptivo” de la villa (reparé entonces en esa conmovedora y no buscada compensación: la comarca adoptaba al hijo de quien la emigración se había llevado). En la romería de la Madanela, compartimos empanada, pulpo, vino y un aguardiente perfumado.

El día del Apóstol estuvimos en Santiago de Compostela. Visitamos el Centro Ramón Piñeiro de Investigación en Humanidades, asistimos a la misa en la Catedral, arropados por el incienso del botafumeiro y la callada vigilancia de los siglos, y participamos del acto de clausura de los cursos de idioma gallego. Por la tarde, presenciamos la misa en gallego en la iglesia de San Domingos de Bonaval, donde en nombre de la Academia Argentina depositamos una corona de flores delante del sepulcro de Rosalía de Castro (“Teño medo d’unha cousa / que vive e que non se ve...”).

El resto fue un lento vagar por las calles de Ourense, en atardeceres plácidos que indefectiblemente coronábamos sentados frente a alguna mesa de la calle Lepanto, reanimados por un plato de chipirones, tortilla o pulpo (desconcertados cada vez por los imprecisos límites cuantitativos de la “tapa” o la “ración”) y por el riego frío de un albariño (cuya delicia callábamos ante la superioridad del ribeiro proclamada por el gusto intransigente de Luís Tosar). La Rúa do Olvido fracasó con nosotros en su curioso mandato.

argentino_resultGentes, lugares y cosas de una Galicia guardada en fragmentos en la memoria dolorida de la emigración, ahora iluminados y sin mengua, restituidos para la admiración de un heredero afortunado.

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