Opinión

De almanaques, dicen

El almanaque nos dice que el segundo milenio avanza. Uno recuerda cuando la llegada de un nuevo año te aportaba tantos calendarios que no sabías dónde ponerlos, ahora ya no. Hasta en eso hemos cambiado. Ya nadie se fija en el santoral, ni en las lunas que hacen mover el mundo, a lo sumo en aquel puente de marras propicio al viaje que nunca llega. La crisis, dicen, hasta menguó esta forma barata de viajar a través de los números; los calendarios más chic venían de las cajas de ahorro, que ahora ya no son ni lo uno ni lo otro. 

Hubo un tiempo en el que a nuestros mayores les agasajaban con una maciza de calendario para brillar todo lo posible en el interior de la cartera, entre un bucle de recibos, loterías y algún billete. El de los animalitos “para el niño” y el del santoral, para quien lo pidiera, por lo general eran los que sobraban. 

Para calendarios mayúsculos los que reinaban en territorio de mecánicos y carroceros, en colores vibrantes y saturados, mayormente en rojos, el color de las tentaciones, me imagino. Damas musculosas desprovistas de ropa en poses mucho más sofisticadas que la mejor estatuaria griega. Durante años, entre elevadores y tuercas, e infinidad de suministros convenientemente dispuestos, eran los que daban color a la escena. Ahora ya no, aquel escenario de carne y brillo ya no se lleva, y de aquella suerte de agasajo que celebraban con la clientela, ahora a lo sumo te toca uno pequeño, sin ilustrar y con la dirección y nombre como único reclamo. Ni siquiera aquellos afamados calendarios Pirelli, tan celebrados y siempre noticiosos, representan lo que un día fueron. Son los tiempos, claro. 

Hubo almanaques de tal belleza que me acompañaron muchos años, de cuando en vez se le cambiaba de hoja para celebrarlos. Los que me acompañan la mañana, de una panadería, con un bodegón de panes, y uno de una librería, sin ilustrar, simplemente están, como nos pasa a tantos.  

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