Opinión

Enterrado en la bodega

El miedo es libre y cruel, si se le da argumentos. Claudio vio llegar a la muerte a la puerta de su casa; preparó su entierro, como el último desafío, y avisó a los suyos para que lo agazaparan más al fondo aún de donde estaba escondido. 

1937, el frente de Asturias se había venido abajo, el corazón de Claudio, como el de centenares de bercianos, también; de regreso a sus casas, en el mejor de los casos les esperaba la ocultación y la renuncia a la vida. La clandestinidad para quien había vivido un consejo de guerra por participar en la revolución de octubre del 34, era un mal menor, entonces se le acusó de “colocar un madero en la carretera y dar el alto a unos vecinos que venían de Priaranza”, según reza en el escrito del fiscal, quien, sumó otras acusaciones sin citar testigo. Fue condenado a diez años que no cumplió porque el Frente Popular vació las cárceles de los condenados por los sucesos del 34; aquello, en el otoño de 1937, era un muy mal precedente para quien había de regresar a su pueblo, Villalibre (Priaranza); él era muy consciente de ello y el silencio a la familia le saldría bien caro. Su hermano, Arsenio, de 16 años, enmudeció para no pronunciar palabra sobre su paradero, acabó en una cuneta -allí sigue- solapada por la actual carretera N-536, entre Ponferrada y A Rúa. 

La enfermedad de Claudio era veraz, una neumonía, dicen, algo factible para quien hacía vida en el monte y regresaba a casa cuando se hacía de noche. El enterramiento, en la parte más sombría de una lóbrega bodega, bajo un arca de piedra tapada por unos maderos; de haber visitas se advertiría del peligro. Tal como era propósito del finado, envolvieron el cuerpo entre mantas y allí lo alojaron. El silencio persistiría de por vida. La hermana, que vivió hasta los 97 años, veló hasta su muerte el cadáver. Ahora la ARPH y sus voluntarios se preparan para la exhumación; no a todos les parece bien.

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