Opinión

Me muero, y no lo soporto

En los años noventa, a finales, el rural ourensano vio la últimas vía de negocio en su piel de derrota. En la Galicia de los mil ríos, las palas retenían el cauce generoso y levantaban minicentrales, era el progreso, decían; la resistencia fue menor. Eran presa fácil, gente mayor, mal asesorada, a la cual aquellos montes abandonados, suponían una manera de hacer caja con sus tierras. Casi a un tiempo, los montes comunales, otrora usufructuados por aquella recua de envejecidos labriegos sufría tentadoras ofertas para postear sobre ellos vistosos parques eólicos, dinero fácil o al menos un dinero a cambio de nostalgia y tiempos pasados. Era el futuro, de nuevo. 

La idiosincrasia de este pueblo sucumbió al deseo, fiestas, paparotas anuales y la apuesta final: velatorios por doquier. El país de los mil ríos abandonado a su suerte en la desesperanza -lo apunto con el mayor de los pesares-, ávido del empleo apresurado de un dinero colectivo, se empleó sin fines lucrativos, por supuesto, en la estela infinita de cemento construido -de estética práctico luctuosa- más extensa jamás vista. Todo eran ventajas, un dinero que no tributaba mudaba así hacia el fin más perseguido. No sabría decir un número, es probable que ni Dios lo sepa; tampoco Sanidad, que ahora los persigue por decreto, el denominado Decreto de Sanidade Mortuoria 15/2014. 

El momento final está asegurado, y no sólo para estos velatorios regidos en bien común por las comunidades de montes o asociaciones de vecinos. Es probable que no sepamos más, o que simplemente, la vida es retorcida y la muerte carece de secretos. Cada uno tiene derecho a morirse donde quiera y que sus paisanos lo velen a pie de obra, además de un anhelo es un derecho. El trueque macabro de cientos de escuelas unitarias por perfumados tanatorios en medio de un marasmo de infinito minifundio es un insoportable final bienintencionado. Quizás, no Sanidad, otros, debieran purgar si no por la vida, sí por algo con más futuro.

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