Uno se lanza al sótano del recuerdo como quien se adentra en piscina en casa ajena. Le pones cara a las personas, paseas por las calles, respiras olores, recuerdas gestos. Escuchas voces que resuenan muy familiares.
El escenario sigue impoluto. La puerta, entreabierta, pasas. No hay ausencias, en la infancia no falta nadie, es como si ante la llamada del patriarca hoy se vieran obligados a asistir. Podrías describirlos ahora a todos, sus vestimentas de moda, sus cortes de pelo, el olor a agua de una colonia que fluye húmeda, no. Cada persona, como en una de esas historias corales, precisa tiempo, incluso silencios. Mejor una imagen imprecisa, un flou en tono sepia sobre una estampa que se acerca memoriosa. Promesas rotas, amores extraviados, el futuro imaginado; todo son recuerdos.
Te llega la vida al minuto, a dentelladas, como si se fuera a terminar mañana. Suena una canción que tú no has puesto, “This Charming Man”, The Smiths, y te apuntalan de sopetón la emoción del momento, la primera vez que te aferraste a los sueños. En una esquina el viejo giradiscos con la aguja presa del polvo infinito resiste. Los sillones de skay, el mueble abrillantado con el Pronto, las vajillas agazapadas en el olvido entre cientos de objetos sin otro valor que una huella índice del pasado. Libros apilados que ya nadie lee y que recogen entre sus páginas melodías sumergidas en las que prefieres no entrar. “Recuerdas cuando en cada página dejabas la imaginación y el rastro para que no se extinguiera el momento”, pronuncia una voz que se supone tuya. “No te reconozco”, piensas, también deseas que no se repita.
Te asomas al balcón y ves la calle, hace un día hermoso y tus amigos están allí, también sus madres, y algunas abuelas, “entonces tambíén las había”. Qué viejas que eran, eso pensabas. Cuántas cosas que contaban en la distancia, de su pueblo, de sus vecinos, de su otra infancia. Ellas también fueron jóvenes, y tuvieron sueños, y amores. Tiempo, jodido tiempo. Una de ellas se gira y espeta, ¿y tú quién eres?
