Jerome Salinger se apuntó al frente por impresionar. El presidente Roosevelt acababa de decretar el servicio militar obligatorio, pero él prefirió echarse al lodazal de la guerra que optar por eludir las obligaciones castrenses alegando insuficiencia cardíaca perfectamente diagnosticada. En el deseo del larguirucho personaje que -en 1941- se bebía la vida a sorbos en el Stork Club de Nueva York estaba impresionar a una dama menuda a la que pretendía, Oona O'Neill. “Nuestro país acaba de declarar la guerra a la mitad del planeta y tú añades nuestra separación”, le espetó a su damisela, a quien la decisión de optar por la contienda se la traía al pairo. La guerra resquebrajó el corazón de Salinger, al tiempo que le hizo ver la crueldad del ser humano cuando éste se deja llevar hacia el epicentro de la ira; la valentía del escritor le alejó de su amada, y ella se adentró en el amor de su vida, Charles Chaplin. En esta vida todas las decisiones conllevan caminos inesperados.
Asomando la cabeza por el ventanuco del tiempo, uno gira su cabecita hacia un lado y hacia otro, con la intención de vislumbrar algo de luz y de esperanza. ¿Se puede vivir sin padre, me pregunto? A dos meses largos del 20-D la orfandad de progenitor “leáse presidente” nos aventura en un sinvivir de difícil solución. “¿Me esperarás?”, le dijo Salinger a su amada. Esta ni siquiera fue a despedirlo. Desde el frente se hubo de conformar con el desfogue en forma de misiva. Hasta cuándo este país permanecerá sin padre, tendremos en realidad el padre que nos merecemos.
El padre biológico no es una decisión de los hijos, y ni siquiera la convivencia, ni el mero reconocimiento está garantizado. Oona O'Neill buscaba el amor paterno de Eugene O'Neill que nunca tuvo. En la semana decisiva, dicen, -no lo creo-, para que este país reivindique la figura paterna, viendo los desvelos, las ansias y la incapacidad manifiesta de los protagonistas, uno se pregunta si conseguiremos un padre a la altura de Ronaldo, y es un ejemplo.
