Opinión

La última carta de Virginia Woolf

Ya nadie escribe cartas, dicen. También seguimos sin saber quién era Jack el Destripador. Un día, cuando lo andaban buscando, se despachó por carta. Fecha y lugar: “Desde el infierno, octubre de 1888”, decía. Allí también una cajita, con medio riñón conservado en vino; el texto era macacabro, “Caballero, le envío la mitad del riñón que le saqué a una mujer, lo he conservado para usted, el otro cacho lo freí y me lo comí, estaba bien rico”; lo mejor la firma, “Cójame cuando pueda, señor Lusk”. George Lusk encabezaba al grupo de ciudadanos que lo buscaba.

Era el 21 de diciembre de 1970. Un Elvis Presley sumido en un ridículo alarde patriota le escribe al presidente Nixon con la intención de conseguir una placa policial como agente de la oficina de narcóticos. “Señor presidente, puedo ayudar a mi país... Puedo hacer más, y lo haré si actúo como agente federal... Elvis Presley”. Nixon le remitió la placa.

“...La fuente de la potencia sexual es la curiosidad, la pasión. Usted ve apagarse la llamita por pura asfixia...” En los años 40 Anaïs Nin y Henry Miller ganaban un dólar por página escribiendo una ficción erótica en forma de carta dirigida a un cliente anónimo denominado El Coleccionista. Las cartas a Milena, de Kafka, que escribía el austriaco a su amada y que después fueron libro. Las cartas “sucias” de James Joyce, a su amada Nora, “Esta tarde recibí la conmovedora carta en la que me cuentas que andas sin ropa interior”. El género epistolar, tan antiguo como el respirar, al principio un género de culto, el oficio de los escribas ya en el Antiguo Egipto; Epístolas, también las de Horacio, en el s. I a de C, también las del Nuevo Testamento. Y desde entonces hasta ayer, o hasta hace nada. Hoy ya nadie escribe cartas, menuda antigualla. El buzón de casa es un compendio de notas bancarias y de publicidad, a lo sumo una vetusta postal de algún despistado. “No creo que dos personas puedan ser más felices de lo que hemos sido tú y yo”, una carta de amor y de despedida, de Virginia Woolf a su marido, quien creía volver a la locura. Cartas para decir hasta siempre, hoy sería tal vez -y con suerte- un triste emoticono. Son los tiempos, dicen.

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