Opinión

Que la vida fluya

La persona que más quiero -estos días un pelín lejos- me apunta, desde su atalaya adolescente, que por ahí fuera los unos y los otros gastan los mismos usos y costumbres que aquí, vamos, que las reuniones familiares se disputan igual, a base de tuits y pantallas de móvil, una pena. Uno imagina ya al ministerio del ramo, el de Sanidad se supone, tomando nota adecuadamente para acotar de alguna manera la pandemia silenciosa y perseguida.

Nunca hubiera imaginado uno que las nuevas tecnologías se convertirían en armas de destrucción masiva de la cultura menguante que nos queda, voraces argumentos que sirven de lanzadera a elementos que por su propio bien y el de la sociedad mejor debieran estar atados de pies y manos. Personal que incluso con una ortografía de disparate y una sintaxis de escolar primerizo se lanzan al trampolín de la comunicación como auténticos jabatos. Todo este territorio nos lleva a un viaje que nos aleja, nada que ver con el de Tarquinia, del poeta Colinas, “Espiaba la plaza más hermosa del mundo, detrás de las cortinas del palacio barroco, olvidaba los libros y era mi biblioteca”. Ni libros ni biblioteca, el camino que llevamos es un río enlodado y turbio que arrastra una verdad real de sus propios fundamentos; la reflexión hoy, es un atrezo de espectáculo de vieja cupletista que se resiste; la comunicación, la espita abierta de una bombona en manos del mayor chulo del barrio. La inmediatez atrapada al móvil, las redes vanidosas y pelmas, es un alma desnuda vendida al diablo, donde la única libertad que plantean es echarse a un lado, como quien se tira al monte o de un coche en marcha a una cuneta llena de guijarros. La “verdad” se convierte en espectadora de sí misma, donde cada ciudadano se abraza a un reporterismo entusiasta, sin meandros, ni mayor argumento que su propio testimonio. Quizás el periodismo de hoy sea eso ya, echarse a un lado, y dejar que repique el silencio en tu interior, y esperar que la vida fluya otra vez de nuevo, si es capaz.

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