Opinión

Basta de cruzadas

Hay unas palabras del dirigente de Vox, Jorge Buxadé, que pueden haber pasado desapercibidas entre posicionamientos mucho más llamativos, pero que expresan de forma inequívoca la esencia de esa organización. A finales de marzo, dijo en un vídeo oficial que Vox no es un partido político "al uso" sino algo más amplio, que definió como un "movimiento" de ideología "social y patriota". Entonces, si Vox no es un "mero" partido, es decir, una asociación de personas que buscan el apoyo mayoritario de la sociedad para llevar a cabo un determinado programa político, ¿qué es? ¿Cuál es su esencia real y cuáles son sus otros ámbitos de actuación? Parece exigible que comparezca ante la ciudadanía sin callarse nada, sin ocultar su agenda, sin máscaras ni imposturas. ¿Alguien se imagina que el PP o el PSOE, o cualquier partido convencional de un país europeo similar al nuestro, lanzara ese clase de mensajes crípticos reservados entre líneas para los iniciados, para el buen entendedor?

Quien ha dejado ese recado, ese aviso para navegantes, no es un cargo cualquiera, no es un parlamentario más. Es el vicepresidente primero y es también, precisamente, el portavoz político. Es quien lleva desde hace tiempo el timón del posicionamiento ideológico de Vox. Y no da puntadas sin hilo. Como en tantos otros casos de dirigentes de Vox, el partido de su juventud fue la Falange, y la Falange también se creía mucho más que un partido. Se creía, precisamente, un movimiento social y patriota. Su mito del hombre "mitad monje y mitad soldado" es esencial para entenderla, como lo es su rechazo visceral al sistema político denominado por los politólogos "democracia liberal", que es el estándar vencedor de la última guerra mundial y de la Guerra Fría, y comúnmente aceptado en la actualidad: un sistema deliberativo basado en el pluralismo ideológico, la confrontación civilizada entre propuestas antagónicas, el principio mayoritario y la separación de poderes.

Asistimos en Europa entera al resurgimiento del nacionalpopulismo, en parte aprovechando el natural rechazo que genera el otro populismo, el socialpopulismo de la izquierda radical. Ambos populismos son mucho más similares entre sí de lo que a simple vista pueda parecer. Sus estéticas y sus mitologías divergen, pero en lo esencial son lo mismo: ambos quieren un Estado fuerte y dominante, controlador de la sociedad y capaz de esculpirla para imponer sus respectivos rasgos culturales y valores morales aniquilando la pluralidad y sometiendo la economía a un plan nacional. Muchos politólogos han señalado que cada derecha tiene la izquierda que se merece y viceversa, pues cada una de ellas es la imagen especular de la otra. Y ante una izquierda que expropia casas, expolia fiscalmente a la gente y parece decidida a hacer de España la cabeza de playa del chavismo bolivariano en su desembarco europeo, a nadie puede sorprender que la derecha aproveche para radicalizarse en la misma proporción. El peligro obvio es que tanto la derecha radicalizada como la izquierda radicalizada aspiran a sustituir, no el gobierno, sino el sistema. Si Podemos o Vox tuvieran una vastísima mayoría parlamentaria, reformarían el texto constitucional para instaurar, cada uno desde su plan ideológico, un sistema político alternativo, que en ambos casos se caracterizaría por el refuerzo del Estado, el recorte de libertades personales y la planificación económica tendente a su anhelada (aunque ilusoria) autarquía. Cuando Buxadé afirma que Vox no es solamente un partido, se refiere muy probablemente a ese anhelo de cambiar de arriba abajo las reglas mismas del juego político, social y económico. Vox no aspira simplemente a gobernar España sino que busca moldearla conforme a su cosmovisión mística e imponer mediante el poder estatal sus mitos nacionales, su identitarismo etnocultural y su relato histórico. Es lo que ya están haciendo los partidos hegemónicos de la nueva derecha radical en Polonia y en Hungría, que impulsan abiertamente un nuevo régimen político que denominan "democracia iliberal". Los resultados están a la vista: disminución acelerada de la libertad personal, de la independencia judicial, del control parlamentario, de la libertad de prensa y de la interacción con el resto del mundo, junto a una fuerte distorsión del capitalismo para forzar la hegemonía de los oligarcas conectados con el poder. 

¿Es Vox más que un partido? Parece que sí, porque los partidos hacen campañas pero Vox va más allá: lo que representa cada día es toda una cruzada, cuyo componente pseudorreligioso es cada día más patente en su épica. Así fue como llegó al poder el nacionalsocialismo alemán. En aquel caso, el misticismo era de raíz neopagana y se basaba en la antigua espiritualidad nórdica. En el caso de los nacionalpopulismos latinos de hoy, el misticismo que se invoca es el de un catolicismo extraordinariamente rigorista, según las enseñanzas de facciones como los antiguos Legionarios de Cristo o, de manera más actual, El Yunque. La ostentación del catolicismo que hacen algunos políticos de Vox es tan constante y excesiva que provoca un importante enfado en muchos católicos con ideas políticas convencionales. De la misma manera que Vox monopoliza el mito nacional español y se adueña de la simbología oficial, pretende también monopolizar la fe mayoritaria. Es una vuelta al nacional-catolicismo del anterior régimen político. La acción cotidiana de este no-partido, sino movimiento (¿recuerdan ustedes el Movimiento Nacional?) empieza a resultar insidiosa, y el riesgo de involución política y pérdida de libertades, que hasta hace poco provenía sólo de un extremo del espectro político, nos acecha ahora desde ambos. Es la hora de mantenerse firmes frente a los delirios, defender las libertades y abortar de raíz la revolución de los unos y la cruzada de los otros.

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