Opinión

Basta de urbanismo bonsái

El urbanismo es una de las políticas más dadas al intervencionismo. El límite físico a la diversidad y a la coexistencia de opciones y modelos, unido a la utilización del medio ambiente, del paisaje o de la conservación del patrimonio como excusas, han hecho de la normativa urbanística un terreno abonado para la más abyecta sobreplanificación top-down, desterrando casi por completo la noción misma de orden espontáneo. Esta noción, sin embargo, debería constituir la meta hacia la que tendieran todas las políticas públicas. En un marco de gobernanza propio de nuestra era tecnológica y de nuestro grado de desarrollo, el orden de todas las cosas debería ser normalmente el espontáneo y no el impuesto. El mejor ejemplo de orden espontáneo lo tenemos en la naturaleza, y resulta sorprendente que los mismos políticos intervencionistas que buscan una completa planificación y un control total de la actividad humana, especialmente en su vertiente económica pero también en la cultural, sean por otro lado detractores de la intervención en la naturaleza. ¿Cómo es posible que reconozcan la superioridad del orden espontáneo, de la evolución descoordinada, en un bosque pero no en la sociedad humana? ¿Cómo es posible que se maravillen ante la compleja red de equilibrios que da origen a órdenes tan sofisticados como son los ecosistemas, pero crean en cambio imprescindible la acción planificadora y controladora de un poder superior y externo, el Estado, cuando se trata de la red de interrelaciones entre los seres humanos. De esta obsesión intervencionista se han derivado terribles consecuencias, especialmente las imputables a los regímenes más intervencionistas de todos: los totalitarios de ambos extremos de la escala ideológica convencional. Y una de las más insidiosas muestras de lo que Hayek denominó “la fatal arrogancia” del intervencionismo es la que se da, en todo el mundo, cuando se trata de la organización de las ciudades. El urbanista trata la ciudad con la maniática prepotencia del cultivador de bonsáis que esculpe hasta el último detalle.

Con muy escasa, si no nula, planificación urbanística, los agentes económicos grandes y pequeños, mediante su espontánea interrelación, crearon la hoy gran ciudad de Las Vegas en unos pocos años, hace algo más de un siglo. Pero es una excepción. Otras grandes ciudades de reciente creación o desarrollo han seguido modelos de gran impulso estatal pero, hasta cierto punto, más libres y facilitadoras de oportunidades, en lugares como Dubai. En Europa, y desde luego en España, la tendencia de las últimas décadas es refrenar todo lo posible la construcción, sobre todo privada y especialmente de vivienda. Al mismo tiempo, se ha buscado deliberadamente expulsar a los jóvenes y a los vulnerables del centro de las ciudades. La típica capital europea ya es, en su zona más céntrica, un museo al aire libre, y a veces bastante kitsch. Donde había edificios de vivienda ahora hay hoteles o alojamientos temporales tipo AirBNB. Donde había empresas grandes, han huido de los precios imposibles y de los inmuebles estrechos y antiguos y ya sólo hay oficinas estatales. Donde había bancos, como ya no hay gente y además se busca proscribir el dinero en efectivo, ahora ya sólo hay tiendas de merchandising turístico. Donde había cines ahora sólo hay teatros para musicales, ya que sólo las entradas de precio alto pueden pagar el alquiler de esas zonas. La misma izquierda que se queja de la “gentrificación” de nuestras ciudades es la que ha expulsado al coche privado de los centros urbanos, ha permitido que las mafias de la ocupación ilegal se hagan con inmuebles, y lleva a los jóvenes a vivir en las periferias, en los horribles bloques de protección oficial. Mientras, la persistencia de la renta antigua ha envejecido proporcionalmente la población céntrica. El intervencionismo en materia de urbanismo impide densificar las ciudades construyendo más altura en las zonas de alrededor del núcleo histórico que debe preservarse en cada ciudad. Esas zonas del primer círculo inmediato al casco antiguo deberían ser objeto de una importante liberalización constructora. Los jóvenes y las personas de renta media-baja merecen poder comprar o alquilar a diez minutos del centro y no verse desplazados a los arrabales. Es necesario eliminar o bajar sustancialmente el Impuesto de Construcciones, Instalaciones y Obras (ICIO) como ha hecho especialmente Santa Cruz de Tenerife. La clave del acceso a la vivienda está en desregular, liberar suelo público, permitir más alturas, rebajar los costes fiscales de la vivienda, garantizar la seguridad jurídica del alquiler acabando con las mafias okupas, y buscar una densidad alta que favorezca la coexistencia de usos y actividades en los barrios aledaños al centro. Sólo así rejuveneceremos las ciudades y les devolveremos su naturalidad. Nuestras ciudades no tienen que ser decorados impostados para las selfis de los visitantes, sino comunidades humanas vivas, producto de la interacción descoordinada y no del capricho de políticos, funcionarios o “expertos”. Basta de urbanismo bonsai.

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