Opinión

No caigamos en el imperialismo

El imperialismo es una ensoñación tradicional de toda la sociedad española, aunque especialmente presente en la derecha. Es una actitud, una corriente política y cultural transversal, un sentimiento alimentado desde la ideología. Es un error. Fracasó y sigue fracasando porque lleva bastantes generaciones impidiendo a nuestro país digerir, metabolizar y olvidar el desastre de 1898, en el que España perdió casi todas sus restantes colonias (Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam y, por venta posterior, algunos archipiélagos de Oceanía). La nueva derecha radical española, en su expresión política, periodística e intelectual está teñida de tal grado de melancolía por el imperio perdido que alguien debería tener la compasión de administrarle tricíclicos a la pobre para aliviar su depresión. Abascal ha llegado a salir al balcón, ante sus seguidores, llevando un morrión —yelmo castellano propio de los conquistadores—. Aunque la nueva derecha radical sabe que la aspiración imperial española es inalcanzable en el contexto geopolítico de hoy, sí la persigue, como premio de consolación, en el ámbito cultural e ideológico y en la imposición de un relato histórico que la satisfaga, relato que deja indiferentes a las personas normales pero sublima las emociones de los caballeros cruzados hasta provocarles un intenso orgasmo intelectual.

Durante la dictadura del general Franco fue recurrente la idea imperial, bajo el lema habitual de “por el imperio hacia Dios”, y uno de los principales himnos de Falange afirmaba “voy por rutas imperiales caminando hacia Dios”. Sin embargo, la derrota del Tercer Reich frustró cualquier remota opción de que España recuperara cierta expansión territorial en ultramar, como le había pedido a Alemania a cambio de apoyarla en la guerra : se trataba de gran parte del Marruecos francés y del África Ecuatorial francesa, la región argelina de Orán y, cómo no, esa espina clavada en el corazón del nacionalismo español: Gibraltar. Pero al final y para desesperación de los nacionalistas, todo salió al revés: el franquismo fue el autor de una continuada pérdida de los pocos territorios ultramarinos que le quedaban a España, con la sucesiva entrega a Marruecos del Rif, de la provincia de Ifni, de la franja de Tarfaya y —de forma absolutamente ilegal— de la provincia del Sáhara Español ya en 1975, además de la independencia de Guinea Ecuatorial en 1968, previa fusión absurda de las dos provincias españolas en África Ecuatorial, etnoculturalmente distintas entre sí. El “imperio” de Franco se redujo, a su muerte el 20 de noviembre de 1975, a la fabulosa suma de cero posesiones ultramarinas. 

“Tenemos voluntad de Imperio. Afirmamos que la plenitud histórica de España es el Imperio”, proclamaba en 1934 el programa de Falange Española, en su punto tercero. Más abajo, incurría en el tradicional paternalismo o neocolonialismo cultural y religioso español sobre América Latina, al entender que España debía ser el “eje espiritual del mundo hispánico”. Pero más interesante aún es su sempiterno complejo respecto a Europa: “reclamamos para España un puesto preeminente en Europa. No soportamos ni el aislamiento internacional ni la mediatización extranjera”. Lo que no soportaban era el rumbo general del mundo moderno, cuya raíz liberal les producía náuseas. En ese nuevo contexto, el ansiado “puesto preeminente” ya no le podía venir dado a España porque sí, por derecho divino ni por un poderío militar que ya había sido superado siglos atrás por aquellas potencias que sí abrazaron la ciencia y la tecnología y, por consiguiente, modernizaron sus sociedades y sus ejércitos. España tendría que ganarse ese “puesto preeminente” haciendo justamente todo aquello en lo que no había destacado tanto: emprender, comerciar, innovar, fomentar la investigación, favorecer el librepensamiento y, por ende, conducirse en su interior mediante el enriquecedor contraste civilizado de opiniones encontradas. Había sido la deliberada represión de esas sendas, a manos del absolutismo y del clero, la que había provocado ese “aislamiento internacional” que Falange criticaba, pero que precisamente era imputable a sus bases sociales y estamentos impulsores, y a algunas de las influencias claves de su ideario. Los liberales, por el contrario, siempre habían perseguido, a lo largo del convulso siglo XIX español —y ya desde la segunda mitad del XVIII—, acabar con el aislamiento abriendo España al mundo e importando con ilusión aceleracionista todo cuanto proponían las vanguardias liberalizantes de más allá de los Pirineos. Pero esa ilusión se vio frustrada una y otra vez por el poderoso antiliberalismo español, seguramente uno de los más enraizados, insidiosos e inmovilistas de Europa, un tumor intelectual vencido sólo en décadas recientes y cuyas secuelas aún son visibles. Hoy nos debatimos de nuevo entre dos opciones: caer en la melancolía que algunos promueven, o emprender resueltos el camino de la modernidad, de la globalidad y del futuro. No caigamos en la primera: es una trampa. No caigamos en el imperialismo.

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