Opinión

La casta funcionarial

Siempre ha habido voces que han sostenido la necesidad de un funcionariado sin derecho a voto. Puede parecer injusto, pero tiene una base racional: si los funcionarios (y sus allegados) pueden votar, lo harán invariablemente por aquellas formaciones políticas que garanticen el crecimiento del funcionariado, los privilegios laborales de los que disfruta y su nivel de renta. Quienes proponen la neutralidad política del funcionariado mediante su extracción del censo electoral aseguran que es habitual en bastantes países que los funcionarios representen un porcentaje tan alto del electorado que, en realidad, su participación en las elecciones las distorsiona por completo. La comparación más habitual que se suele realizar en este terreno es la de una gran urbanización con varios empleados entre administrador, conserjes, jardineros, etcétera. ¿Tendrían ellos y sus familiares derecho al voto, por ejemplo para contratar aún más empleados o subir sus sueldos o aumentar sus días de asuntos propios? Lo cierto es que el funcionariado representa una porción de la sociedad muy superior a la de esos empleados en la urbanización del ejemplo. Retirar en esta época el derecho al voto de los funcionarios puede parecer extremo, pero si surge este debate es porque también es ya extremo el nivel de privilegios del que goza la casta funcionarial en España, en Europa y en todo el mundo desarrollado. Y para muchos ciudadanos resulta ya insoportable.

El funcionario es un privilegiado. La sociedad española acuñó hace ya muchos años la expresión “baguettes”, cruce de la barra de pan francesa con la vagancia que, con justicia o sin ella, se atribuye a una parte sustancial de estos trabajadores. La sociedad los ve como eternos desayunantes que llegan a las nueve y se les cae el boli muchas horas antes que al ciudadano común. Mientras el trabajador por cuenta propia o ajena se desloma cotidianamente, este trabajador por cuenta nuestra se esfuerza menos, echa menos horas, tiene más “moscosos” y otras gabelas y disfruta de un “dolce far… poco” que, comparativamente, constituye una humillación para los ciudadanos comunes que le pagan el sueldo. Los economistas señalan que, a igualdad de tareas, el mando medio funcionarial cobra más que su homólogo del sector privado. Y aunque no fuera así, es un chollo “para toda la vida”. Las madres conservadoras de la España profunda siempre alientan a sus hijos a hincar los codos opositando a cualquier puesto burocrático. “No te harás rico, pero te jubilarás en el puesto”, les dicen con mucha sabiduría popular y muy poca vergüenza. Frédéric Bastiat, uno de los padres de la economía moderna, afirmó que “el Estado es la gran ficción por medio de la cual todos aspiran a vivir de los demás”. Qué bien encarnan esa idea las madres que instigan a sus hijos a examinarse para colaboracionistas oficiales del régimen de exacción fiscal extrema que se ha enseñoreado de todo el mundo occidental. Y encima se ha enseñado a la sociedad a enaltecer a los funcionarios “de lujo” (los carísimos diplomáticos con su esmoquin, los notarios con su pluma, cobrando a comisión por estampar la misma firma…).

El ciudadano común tiene que aguantarse con la sanidad pública o rascarse el bolsillo para pagar una mutua privada, pero el señorito funcionario tiene Muface y dispone de la mejor sanidad privada sin pagar un duro: se la pagamos nosotros. El ciudadano común tiene menos días libres y debe hacer auténticos equilibrios con los abuelos y las guarderías para organizarse si tiene niños pequeños, pero el funcionario es el rey de la hiperconciliación. El ciudadano común suda tinta para que un banco le dé los buenos días, pero al funcionario, como es injustamente inamovible, se le recibe con alfombra roja porque es el sujeto ideal de créditos hipotecarios o al consumo. Y ahora, una vez más, mientras el ciudadano común sufre por la nueva inflación que se cierne sobre nuestra sociedad a causa de los ciclos económicos que provoca la nefasta política monetarista de izquierdas y derechas, el funcionario sabe que capeará ese temporal en mejores condiciones que la plebe, y saldrá prácticamente indemne. Y en este contexto terrible para tantos ciudadanos comunes, estos dioses del Olimpo exigen un fuerte aumento salarial. Justo ahora.

Una subida del 9,5% en el periodo de 2022 a 2024, cuando se arrastran las consecuencias de la pandemia y los efectos de la invasión rusa de Ucrania, y en un contexto mundial inflacionario, es una bofetada en la cara de los ciudadanos productivos que, con su trabajo, pagarán esos aumentos. El sindicato funcionarial CSIF, al que le parece poco y aún reclama más, se comporta como una banda mafiosa que atenta contra nuestras billeteras. El ciudadano común debería dar un golpe en la mesa y exigir la tan necesaria desparasitación de nuestro cuerpo social. La urbanización ya no necesita tantos jardineros. Los funcionarios no pueden ganar más ni conciliar mejor ni tener el puesto en propiedad ni recibir mejor atención médica. Ellos son nuestros empleados y no al revés. Si hay que apretarse el cinturón, ellos primero. Basta ya de castas y de privilegios.

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