Opinión

Crece la intolerancia política

Esta misma semana algunos periódicos han divulgado nuevos estudios que confirman lo que ya supimos hace unos meses, a principios del verano. España es uno de los países europeos donde está creciendo de forma rápida y alarmante la intolerancia política. O quizá debamos hablar, con mayor amplitud, de intolerancia ideológica porque el odio hacia el diferente no cristaliza por las siglas de un partido concreto sino por la visión general de la sociedad y por los valores propios de cada persona.

No es un fenómeno particularmente nuestro, sino el reflejo de una tendencia mundial. Pero en nuestro país, acostumbrado a ser laboratorio ideológico para el ensayo de los posteriores conflictos generales, esta polarización social y hasta cultural se está viviendo desde hace unos años con inusitada virulencia. Cada vez más voces alertan del parecido con otros momentos de nuestra historia, cuando las nubes se juntaban y oscurecían presagiando lo peor. Cabe preguntarse qué nos ha pasado. A mi juicio hay tres factores que explican la particular crudeza del choque de ideologías en la España actual.

El primer factor es el fortísimo desgaste del bipartidismo, ese régimen de partido único bicéfalo que tuvimos durante décadas y que fue generando un gran rechazo en una parte sustancial y heterogénea de la población española, debido a la escandalosa corrupción, a los privilegios obscenos y a la similitud profunda de esos dos grandes “Estados dentro del Estado” que eran y son el PP y el PSOE. Al aparecer distintos partidos entre ellos y a sus extremos, con los complejos juegos de alianzas resultantes, el debate ideológico se ha avivado en España, lo que en general es positivo pero contribuye sin duda a la beligerancia política. Y cabe recordar que en otros países europeos los pactos se realizan entre fuerzas políticas convencionales, ancladas al menos en un respeto básico al marco de democracia liberal, mientras que en España tanto los socialistas como los populares convalidan a los partidos extremistas situados más allá de ese marco, les facilitan cargos públicos y presupuesto y, así, generan aún mayor polarización. La irresponsabilidad del PSOE al meter ministros comunistas en el gobierno de uno de los principales países de la UE es sólo comparable a la que de seguro cometerá el PP al incorporar a nacionalpopulistas a su futuro Ejecutivo. En Alemania hasta se hacen grandes coaliciones para evitar esta locura, y a nadie se le ocurriría en los partidos socialdemócrata o democristiano gobernar con la extrema izquierda de Die Linke ni con la extrema derecha de Alternative für Deutschland. Aquí en cambio, “todo vale” con tal de llegar al poder.

El segundo factor es la larga digestión del proceso independentista catalán. Acertaron quienes dijeron que ese proceso despertó un monstruo que llevaba décadas dormido, el del nacionalismo español más radical. Al bajar el suflé de la pugna entre identitarismos nacionales opuestos, toda esa energía de confrontación se ha trasladado en el resto del país al enfrentamiento convencional izquierda-derecha. Ambas, izquierda y derecha, hacen hoy causa general cada una contra la otra, exhibiendo y procurando ahondar el conflicto entre sus rasgos culturales, sus formas de comportarse y hasta de hablar, y los planes de futuro que cada una de ellas pretende imponernos a todos nosotros.

Y el tercer factor es la tendencia mundial. Sólo los historiadores podrán explicarnos algún día el daño inmenso que han hecho la radicalización izquierdista (América Latina, Podemos, Syriza…) y la radicalización derechista (Trump, Hungría, Vox…). Han volado por los aires el marco de los grandes consensos de la posguerra mundial. Las caretas han caído, ya no se juega en un marco de reglas pactadas y asumidas. Ahora vale todo para hacer ingeniería social y cultural. Unos, con Alexandra Ocasio-Cortez o Yolanda Díaz, están decididos a imponer formas posmodernas de socialismo a toda la población. Otros, con Viktor Orbán o Santiago Abascal, quieren forzar el retorno obligatorio al nacionalismo de Estado y la cosmovisión religiosa. Y al fondo de ambos movimientos de desestabilización del mundo capitalista y cosmopolita, muy al fondo, seguramente esté la mano de sus enemigos geopolíticos. Hay que preguntarse siempre “qui prodest?” El resurgimiento de los populismos radicales de izquierda y derecha beneficia a Rusia y a los demás enemigos del Occidente liberal, del mundo moderno individualista. Nuestra mayo aliada, en cambio, es la revolución tecnológica.

La sociedad española se está polarizando espantosamente entre los que quieren que seamos la Polonia nacional-católica de Morawiecki y los que quieren que seamos una república bolivariana. Cada bando ostenta con impudicia su firme intención de usar la coerción del Estado para cincelar la sociedad española a su delirante capricho ideológico. Va siendo hora de que la gente normal reflexione, se niegue a pasar por esos dos aros, sujete los caballos desbocados de cada campo y, frente a tanta imposición ideológica de unos y otros, imponga en cambio el sentido común. Debemos recuperar los valores occidentales de pluralismo, racionalismo y respeto al individuo para evitar el camino del enfrentamiento, en el que sólo prospera el estatismo.

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