Opinión

No hay crimen sin víctima

Parece mentira que a estas alturas de la evolución de nuestra especie todavía sea necesario luchar por una libertad tan absolutamente imprescdindible como es la de equivocarse. El nivel de paternalismo al que ha llegado el Estado en todo el mundo, bajo la socialdemocracia generalizada y transpartita que se ha asentado en las últimas cuatro o cinco décadas, es realmente insidioso, asfixia al individuo y lo reduce a un mero súbdito infantilizado.

Se cree con derecho el Estado a prohibirnos todo aquello que cree nocivo. Parece un padre bondadoso pero en realidad se asemeja más a un granjero que está obligado a cuidar que no se autolesionen los animales a los que piensa sacar leche o lana. Un Estado que, a lo largo y ancho del planeta, ya se lleva alrededor de la mitad de la riqueza que produce cada ser humano, obviamente necesita mantener en buenas condiciones operativas a sus súbditos, para que sigan contribuyendo.

Sólo desde esta perspectiva se comprende la extraordinaria proliferación de leyes que obligan a la autoprotección y prohíben conductas, acciones o consumos que al Estado le parecen inadecuados. Como, además, la sanidad y otros servicios están monopolizados en muchos países por el Estado, éste busca también reducir los costes de atención que recaen sobre sus arcas. Así, el granjero-Estado que nos estabula y ordeña no sólo impide que incurramos en comportamientos que arriesguen su negocio, sino que también persigue gastar lo mínimo posible en veterinarios.

¿Con qué derecho se permite el Estado imponer el uso de cinturón de seguridad o de casco en la moto? ¿Con qué derecho prohíbe en algunos países determinados deportes de riesgo, pero en cambio obliga en otros a prestar un servicio militar o directamente a combatir en una guerra? ¿Quién es el tomador legítimo de las decisiones sobre los riesgos a los que nos enfrentamos los individuos, él o nosotros?

De igual manera, en muchos países el Estado se erige en conductor de la moralidad de una sociedad, y aplica un determinado código acorde con los valores de la mayoría o con los derivados de la confesión religiosa más extendida en la sociedad respectiva. Esto es una aberración. Los derechos de las minorías quedan gravemente dañados, pero sobre todo se vulnera flagrantemente el de la “menor minoría” de todas, que es, en palabras de Ayn Rand, el individuo.

Así ha surgido en todo el Occidente desarrollado una pugna de décadas sobre cuestiones tan diversas como el consumo de sustancias nocivas, la prostitución, la pornografía, el juego, las relaciones íntimas con personas del mismo sexo, la eutanasia, el aborto, la gestación subrogada y muchas otras cuestiones. La mayoría son asuntos relacionados con la bioética, pero hay bastantes que no lo son. En todos los casos (con la única excepción del aborto para una parte de los libertarios y liberales) estamos ante decisiones que de ninguna manera producen un efecto directo sobre terceras personas. Igual que no ponerse el cinturón de seguridad es asumir un riesgo que no afecta a otros -salvo en el caso de los ocupantes del asiento trasero, que en caso de colisión pudieran aplastar a los de delante, correspondiendo la decisión sobre la norma al conductor o dueño del vehículo, pero nunca al Estado-, injerir marihuana, predecidir las circunstancias de desconexión en fase terminal o jugarse los ahorros en un casino son decisiones personales que el individuo debe ser libre de tomar por sí solo. Podrán ser malas decisiones en muchos casos, pero exceden del ámbito legítimo de acción de los Estados, que es estrictamente el de la sociedad, jamás el del individuo, su patrimonio ni su cuerpo o su vida.

Se nos opone frecuentemente a esta visión, por parte de los colectivistas, el argumento de que todos estamos interrelacionados. Un drogadicto podría dañar a terceros durante un estado alterado de conciencia. Un motorista accidentado podría morir por no llevar casco, perjudicando a sus familiares cercanos. Un ludópata podría dejar sin herencia a sus hijos. Pero este argumento es extremadamente liberticida, porque establecería derechos de terceros sobre lo que en realidad pertenece a quien actúa. Los herederos no tienen derecho al patrimonio mientras viva el propietario, que puede hacer con él lo que quiera. Los familiares del motorista no tienen derecho a que éste viva y les provea. El riesgo de que el drogadicto dañe se corrige mediante el derecho de admisión, el de despido, el de divorcio o las pólizas de seguro médicas y de responsabilidad civil, luego no tiene por qué ser materia de intervención de los Estados.

El debate subyacente es cuál es el alcance de la libertad individual y cuál el de la regulación estatal, que debería ser siempre la última opción por no responder a libre consenso entre partes, sino a imposición desde lo alto. La libertad, suele decirse, limita con la de los demás. Bien, pero esa linde es vaga y debemos concretarla. Añadamos hoy que limita con la libertad efectiva de otros ser humano concreto, no con un ambiguo “interés general” a gestionar por los Estados. Permitir esa interpretación nos ha llevado a aceptar un Estado cuasipolicial, enorme, costosísismo y entrometido hasta en lo más íntimo. Ha llevado décadas expulsar al Estado de nuestras camas. Hoy toca expulsarlo de nuestros cuerpos y de nuestro patrimonio. O, en general, de nuestras decisiones. Nada puede ser ilegal si no hay una víctima clara y directa.

Te puede interesar