Opinión

Democracia y libertad

El libertarismo políticamente organizado aspira a un cambio pacífico de sistema. No engañamos a nadie, no nos gusta el sistema de gobernanza política colectivizada que llamamos democracia, porque limita gravemente la autonomía a cada miembro de la sociedad. Pero, establecida esta premisa, los libertarios afirmamos que ese cambio de sistema, además de hacerse de forma pacífica, debe contar con el respaldo generalizado de la población. Por eso nuestra acción política es complementaria de la informativa y educativa. Jamás empuñaríamos las armas para forzar a la gente a cambiar de sistema contra su voluntad. Eso no sería libertario. Y mientras tanto, hacemos política donde podemos: en las democracias. Porque hay algo que también debemos reconocer: de todos los regímenes políticos actuales y pasados, sólo en los democráticos se admite la presencia y la acción de los libertarios.

Por lo tanto, la posición maximalista de aquellos libertarios y anarcocapitalistas que que quieren abolir el Estado mañana por la mañana, es tan naïf como contraproducente. También los libertarios que participamos en la política aboliríamos con gusto el Estado, no mañana por la mañana sino en los próximos cinco minutos. Pero sabemos que no es posible, y actuamos en la política democrática por dos motivos. Primero, porque ello nos da una plataforma muy relevante para la difusión de nuestras ideas y para el desgaste del Estado. Segundo, porque nos permite, en el caso de obtener representación o participar en la gestión política, no sólo difundir aún más nuestro modelo, sino entorpecer el actual. La política libertaria es siempre una contrapolítica orientada a desenmascarar el sistema colectivista, incluso el democrático. Y es un frente de acción que no podemos abandonar para limitarnos a las torres de marfil de la academia o a las tribunas de los medios. Hay que estar también en la política. Es deplorable que los mayores críticos de los partidos libertarios, los que nos recriminan por mancharnos con el fango del sistema, sean después, con frecuencia, los primeros en apoyar a fuerzas políticas convencionales no libertarias, por mero cálculo electoral y siempre para votar “en contra de”, sacrificando con el mayor desprecio a los libertarios que, con todo en contra, se arremangan los pantalones y se meten en el fango mientras ellos debaten cómodamente en las tertulias o en las redes sociales.

Parecerá contradictorio, pero en esta hora de España, de Europa y del mundo, los libertarios tenemos el deber moral de coadyuvar a la salvación de esta democracia invasiva de lo individual, aunque no nos guste. Cuando las fuerzas del populismo más descarnado y descarado crecen de forma vertiginosa, apoyada cada una en el terror que despierta la otra, el lugar de los libertarios está en la misma trinchera de los demócratas, porque si uno de esos dos populismos se erige en vencedor del conflicto, impondrá un sistema igual de colectivista o más que el actual, pero con muchas menos libertades. Y en él, ya no habrá sitio para que los libertarios hagan política, y quizá tampoco para las tertulias confortables de nuestros críticos académicos. La paradoja es que el libertarismo es muy crítico con la democracia, pero debe rescatarla para trabajar por su sustitución civilizada, frente a quienes simplemente buscan destruirla e implantar algo peor. Y la explicación de esa paradoja es que nosotros no perseguimos abatirla, sino superarla. No estamos donde ellos -antes de la democracia liberal- sino en nuestro propio espacio -después de ésta-. Sólo los pseudolibertarios que se avergüenzan de serlo en alguna medida, y por eso se anteponen prefijos como “páleo”, pueden defender a estas alturas sistemas previos a la democracia liberal, con cualquier absurda excusa historicista para reinterpretar tal o cual periodo. El sistema de los libertarios aún está por llegar, y de ninguna manera queda hacia atrás. Si algún libertario así lo piensa, su brújula está averiada.

La democracia es rechazable desde nuestra perspectiva porque sustituye la decisión individual por la colectiva, imponiendo un corsé de prohibiciones y regulaciones. Además, desde hace unas cuantas décadas el modelo imperante es en realidad una social-democracia cuyo intervencionismo en la economía, en la cultura y en nuestras vidas privadas resulta insidioso y asfixiante para cuantos amamos la libertad. Pero la solución no está, de ninguna manera, en volver a experimentar con modelos autocráticos, ni mucho menos en aliarse con los nacionalpopulistas contra los socialpopulistas, ni tampoco a la inversa. La solución pasa por defender el statu quo democrático actual para conjurar ambos peligros populistas, para a continuación inducir la reversión del estatismo socialdemócrata transpartito y caminar resueltamente hacia un paradigma donde el Estado vaya reduciendo paulatinamente su peso y su fuerza en beneficio de los acuerdos voluntarios, las iniciativas privadas y la toma directa de decisiones por parte de los individuos, en un orden social y económico fuertemente desintervenido y autoconfigurado mediante la interacción simultánea y pacífica de millones de individuos soberanos.

Te puede interesar