Opinión

Desjudicializar Cataluña

El próximo Gobierno español, sea cual sea, tendrá que mover ficha en el problema estancado y latente del post-“procés”. Mover ficha significa enfriar la cuestión y llegar a acuerdos internacionalmente presentables, y recuperar al menos parte de la marca-país perdida a raudales por la sobrerreacción visceral que se exhibió. Si a otros se les tacha de tacaños o inflexibles, a los españoles se nos suele tener por orgullosos hasta el delirio. El 1-O consolidó esa percepción en las mentes de millones de europeos. Y por más que todo el mundo entendiera que el plebiscito no había sido legal, nos reprocharon la respuesta excesiva. Por eso casi todos los países europeos han permitido residir o transitar a quienes la Justicia española tiene por prófugos. Por eso las imágenes de una decena de políticos esposados y encarcelados hundió nuestra reputación. “Así no se hacen las cosas”, murmuró media Europa, negando con gesto severo. Aquellas imágenes se unieron a las de insoportable violencia policial emitidas en directo durante aquella aciaga mañana, a las de un jefe del Estado colérico el 3 de septiembre, y a las de un ex presidente de Cataluña refugiado en otro país de la UE, como si de un disidente ruso o chino se tratara. Europa conoce la situación catalana y la asemeja a la de Córcega o Escocia, o a la que supo resolver Bélgica haciéndose federal pese a ser una monarquía; y no entiende por qué en España no se pueden adoptar caminos similares, ni por qué no puede haber una Ley de Claridad como la canadiense para encauzar las situaciones de amplio rechazo a la adscripción de un territorio a un Estado. No entiende por qué es tan difícil para un gobierno español hacer lo que hizo un gobierno británico, el de Cameron. Y sobre todo, no entiende que organizar una consulta, incluso si no se ajusta a Derecho y ha de declararse nula, pueda merecer de un Estado europeo actual una respuesta como aquella. Las imágenes de la policía golpeando a los votantes son sencillamente imposibles de entender en el contexto europeo de hoy. No se pudieron hacer peor las cosas, y ahora que ya han pasado casi seis años va siendo hora de cambiar de rumbo, con unas elecciones al Parlamento Europeo en ciernes.

La cuestión de la amnistía debe separarse de la de una futura consulta. Ésta es inevitable antes o después. Es así, no a palos, como los países democráticos de la Europa civilizada resuelven sus problemas. La cuestión de la amnistía revuelve las tripas a los nacionalistas centrípetos, pero debemos tener en cuenta tres factores. En primer lugar, la inacción previa del gobierno Rajoy, que en gran medida dejó hacer y fue corresponsable parcial. En segundo lugar, la debilidad jurídica, en Derecho comparado, de la respuesta judicial española: se negó el juez natural, se admitió la personación de un partido político opuesto a los encausados, se acusó de delitos que eran piezas de museo en los demás países, se “innovó” adoptando cautelares por parte del Constitucional, etcétera. Una chapuza jurídica sin paliativos. Y en tercer lugar, debe tenerse también en cuenta la excepcionalidad de lo ocurrido, difícilmente encajable en las previsiones de nuestro marco jurídico-político y, por lo tanto, imposible de resolver únicamente mediante la aplicación estricta de las normas correspondientes, siendo necesaria una vía de solución de tipo político. La amnistía es, precisamente, una vía política para situaciones excepcionales.

Por todo ello y por nuestra imagen exterior, es necesaria la amnistía. Es, además, plenamente constitucional y conforme a nuestra ley de enjuiciamiento criminal. Pero la amnistía no debe ser un punto de llegada sino de partida para un nuevo entendimiento de cómo se trata en España, un país moderno y democrático, la cuestión de los sentimientos de desafección generalizada en partes del territorio. No se trata con desdén ni con la fuerza. No se trata con más “achicoria para todos” sino con inteligencia y con garantías para todas las partes. Se trata con una visión federalista real y profunda, única estrategia que reducirá suficientemente la preferencia por la secesión. Se trata con un grado de autogobierno similar o superior al de Flandes o las Islas Aland, para nuestras diecinueve comunidades y ciudades autónomas, incluyendo conciertos económicos, policía y un Senado realmente territorial. Y se trata con cauces como el canadiense y con consultas ciudadanas legales, en caso necesario, como en Quebec y Escocia, conducentes, si gana la posición secesionista, a la correspondiente negociación y no a una declaración unilateral. A regañadientes, el PSOE está adoptando esta lógica. Al PP le cuesta mucho. Y sin embargo, el PP podría gestionar esta situación y Feijóo podría ser presidente con un acuerdo sensato con el PNV y Junts que reeditara, actualizado, el pacto del Majestic que llevó al poder a Aznar. Sería mejor que esa amnistía (y todo lo demás, todo el gobierno de los próximos cuatro años) lo gestionara el PP que la izquierda sanchista, la peor de nuestra historia. Sólo se lo impide al PP lo de siempre: su arrogante nacionalismo.

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