Opinión

Eslovaquia colma el vaso

Las elecciones legislativas de Eslovaquia, celebradas el pasado domingo, pueden ser la gota que colme la paciencia de la Unión Europea. Y eso que este mes habrá también elecciones en un país mucho más relevante por su peso demográfico, político y geográfico: Polonia. Lo sucedido en Eslovaquia es la enésima constatación de que ya no hay derecha e izquierda en el sentido convencional de esa escala tan manida. Lo que hay es un polo favorable al marco que Occidente se ha venido dando y perfeccionando desde la Ilustración, es decir, un marco de libertades individuales y de gobernanza civilizada, o, por el otro lado, al marco de la llamada “democracia iliberal”, según el término acuñado por el primer ministro húngaro Viktor Orbán. Precisamente Orbán ha visitado asiduamente la vecina Eslovaquia para apoyar a quien ha resultado ganador y regresa así al poder: el populista de izquierdas Robert Fico. ¿Cómo es posible que un líder de extrema derecha como Orbán tenga tanto interés en apoyar a Fico, marcadamente ultraizquierdista? Que a nadie le explote la cabeza: se parecen entre sí mucho más que con los demócratas. Fico es otro más de los “hombres de Putin” en la Unión Europea, como el propio Orbán, y con su llegada al poder se rompe el compromiso comunitario de apoyo a la sufrida Ucrania. Fico representa la nostalgia por el pasado comunista, si bien actualizada en clave nacionalista, igual que en Rusia. Fico encarna la ruptura de la sociedad eslovaca con los valores burgueses, liberales, ilustrados, democráticos, que ese país había adoptado al caer el Telón de Acero en 1989 y, después, al separarse pacíficamente de la República Checa presidida entonces por el liberal Vaclav Havel. Havel dimitió para no tener que firmar el divorcio entre las dos repúblicas checoslovacas. Fico y Orbán, en realidad, son dos presentaciones del mismo producto. Rusia ha sido capaz de hackear la sociedad eslovaca, como lleva tiempo hackeando otros muchos países del perdido bloque soviético. 

Europa Occidental hizo bien en organizar un ambicioso mercado común: un bloque comercial y de libre tránsito y asentamiento de personas, empresas, capitales y datos. Hizo bien en crear incluso una moneda común, aunque más valdría que imperase la libertad monetaria. Hizo bien en dotarse de un corpus de derechos y libertades común. Y después hizo bien en invitar al mismo a los países de la zona oriental del continente, una vez fracasado el maldito experimento comunista iniciado en 1917, que implosionó porque, sencillamente, el socialismo es inviable. Pero los países que se incorporaran a la Unión Europea debían hacerlo a sabiendas de ingresar en un club cuyos valores de raíz ilustrada y burguesa no iban a poder modificar, y a los que, por el contrario, iban a tener que amoldarse. No podemos permitir que en la UE haya Estados miembros cuyo déficit en materia de derechos y libertades, de neutralidad confesional, de independencia judicial o de fidelidad geopolítica resulte insoportable para el resto. Máxime cuando son, en general, los contribuyentes occidentales (sobre todo los noroccidentales) quienes pagan la fiesta a personajes como Fico, Orbán o Morawiecki, para que luego éstos incurran en constantes deslealtades con sus socios e impulsen en el interior de sus países unos idearios sociales ampliamente superados por el orden liberal. Ya está bien de aguantarlo. Hungría y Eslovaquia están mucho más próximas a la mentalidad política de la élite serbia (que a punto está de reactivar las guerras de Bosnia y Kosovo) que a la propia de las democracias occidentales. 

Si el experimento de la ampliación hacia el Este no ha dado los frutos esperados, quizá convenga constatarlo y adoptar las medidas que corresponda. Hay países como Rumanía y otros muchos donde, claramente, sí existe una voluntad social y de las élites políticas de participar plenamente en el bloque occidental. Aquellos otros países donde hay dudas o una clara evidencia opuesta, deben salir. No pueden permanecer como caballos de Troya del régimen de Vladimir Putin. No pueden estar dentro pero a la vez fuera. No pueden seguir poniendo palos en las ruedas. No pueden hacer estatismo colectivista ni moralismo teocrático y pretender que eso lo pague el contribuyente alemán, holandés o español. No tienen derecho a mover el timón de la UE para encaminarla hacia Moscú. La presidencia española de la UE debería ser contundente en las exigencias hacia los desleales. Debe desaparecer el derecho de veto. Quienes tanto exigen su soberanía, que la ejerzan fuera de la Unión y se la paguen ellos. A ver cuán soberanos serán bajo el ala rusa. Más vale darle a Putin unos pocos países que de todas formas no quieren estar con nosotros, que tenerlos dentro como un lastre constante, como una permanente piedra en el zapato. Ni Fico ni Orbán ni nadie va a desmontar nuestras democracias liberales, ni va a llevarnos a ese mundo cínicamente “postliberal”, de espantoso autoritarismo plebiscitario y aplastamiento del individuo, con el que sueñan personajes como Trump, Abascal o Putin.

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