Opinión

Hay esperanza en Serbia

Esta pasada Nochebuena tuvo un sabor dulce para quienes contenemos el aliento ante el auge del terrible nacionalpopulismo que recorre el Viejo Continente. Mientras en España se reunían las familias para cenar, en Serbia se desencadenaba lo que bien podría ser el inicio de uno de esos cambios políticos que los expertos denominan “revoluciones de colores”. Esos procesos han logrado cambiar el signo geopolítico de algunos países de Europa Oriental y del espacio postsoviético, siendo el caso más relevante el de Ucrania. El rey de la taifa ucraniana, el lamebotas de turno ungido por el dedo todopoderoso del Kremlin, era un tal Yanúkovich que pasó rápidamente a las páginas más negras de los libros de historia, y el país pudo zafarse del abrazo del oso ruso y emprender el camino hacia Occidente. Por su parte, Serbia, esa macrobase rusa en el corazón de Europa, juega desde hace tiempo a dos barajas. Por un lado, el trilero Aleksandr Vucic juega el rol de leal candidato a unirse a la Unión Europea para hacerse con los suculentos fondos extraídos a los contribuyentes del Noroeste. Por otro, juega también la carta de la amistad fraterna con Rusia, como remedo de los “eslavos del Sur” que, desde Belgrado, pergeñaron ese engendro llamado Yugoslavia, hoy por fortuna situado unas páginas antes del capítulo de Yanúkovich.

Serbia lo perdió todo por nacionalista y rusófila. Perdió primero la supuesta federación que regentaba con puño de hierro. Eslovenia fue la primera en quitarse los grilletes. Luego vino Croacia. Después se descompuso todo, y a Serbia sólo le quedó uno de los países vecinos, el más similar y pequeño: Montenegro. Pero hasta Montenegro dio la espalda a ese atraso teledirigido desde Moscú que sigue siendo Serbia, y se independizó. Esa “Federación de Serbia y Montenegro” duró un suspiro. El orgullo expansionista de las élites de Belgrado, convencidas de tener un derecho natural sobre todo el “hinterland” que rodea Serbia, sufrió un batacazo aún mayor cuando Kosovo, con el apoyo de gran parte de la comunidad internacional y con la sentencia positiva del Tribunal Internacional de Justicia, de La Haya, nació al mundo inaugurando la vía de la secesión remedial. Ese primer caso estuvo ampliamente justificado: el nacionalismo serbio habría exterminado sin piedad hasta al último kosovar. Es normal que en la ultraderecha española, Vox incluido, haya constantes referencias a su solidaridad con Serbia. “Kosovo je Srbija” es uno de los eslóganes que exhibe en su decoración política todo ultra que se precie, pero resulta que no, que se van a tener que aguantar porque la República de Kosovo ya es una realidad irreversible y porque cada sitio “je” (“es”) de donde les da la gana a sus habitantes, como ya explicó hace un siglo Ludwig von Mises. Por cierto, es una vergüenza que España sea prácticamente el único país del bloque occidental que no reconoce a Kosovo, y ello pese a que todas las alegaciones presentadas por Madrid en la corte internacional fueron desestimadas. ¿Es así como cumple nuestro país las sentencias que le son adversas?

Después de perderlo casi todo, ¿Qué le queda hoy a Serbia? Su propio territorio y, como satélite, una de las dos repúblicas que conforman un país vecino: Bosnia y Herzegovina. Esa mitad de Bosnia, la República Srpska, solía tenerse por títere de Belgrado. De allí salieron, en los noventa, los más brutales criminales que Europa recuerda desde la II Guerra Mundial: gentuza como Ratko Mladic y los perpetradores del genocidio de Srebrenica. Pero, indagando hoy, se constata que la república serbobosnia ya no obedece a Belgrado sino directamente a Moscú, y que está a punto de provocar la ruptura y disolución de Bosnia. Por ello es tan importante el gesto del reciente consejo europeo al avanzar en la tramitación de su ingreso. Quizá sea el penúltimo cartucho para evitar una segunda Serbia o una “gran Serbia”. El penúltimo porque probablemente el último sea el de ahora: la propia juventud serbia echándose a las calles, al más puro estilo del Euromaidán de Kyiv, para derrocar al tirano que acaba de proclamar unos resultados electorales absolutamente infumables. No se los ha creído nadie, empezando por la OSCE y siguiendo por la propia población serbia. Vucic, que lleva unos pocos años comprando a China todo lo necesario para armarse hasta los dientes y empleando para ello, en parte, el dinero de la cooperación europea, ya está contra las cuerdas. Morirá matando: atacará Kosovo o apoyará a los de la Srpska para ir a la guerra civil en Bosnia. No se va a estar quieto porque Moscú le necesita para multiplicarnos los frentes bélicos. Vucic es parte de la segunda línea de avanzada con la que sueña Putin, junto a los otros dos caballos de Troya: Orbán (Hungría) y Fico (Eslovaquia). Occidente debe adelantarse, apoyar el Maidán de Belgrado y echar a Rusia de esta casilla del Risk europeo. Por la libertad de todos los europeos, el cruel nacionalismo serbio, como el ruso, debe ser derrotado. Por lo tanto, sí, bienvenida la revolución de colores en Belgrado… y ojalá también estalle pronto en Moscú.

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