Opinión

Estado de alarma y alarma de Estado

Ya basta. Un año de estado de alarma, o, mejor dicho, de estado de excepción encubierto, nos ha demostrado que este instrumento constitucional es ineficaz ante una situación epidémica prolongada y, en cambio, debilita gravemente las libertades personales de los ciudadanos y el marco jurídico-político general. El gobierno baraja su levantamiento tras las elecciones a la Asamblea de Madrid, pero expresa todo tipo de salvedades relacionadas con la evolución europea de la pandemia. Es una excusa de mal pagador, porque tras la cuarta ola vendrá la quinta y la sexta. Como cualquiera de los otros coronavirus, de consecuencias más leves pero también mortales en un porcentaje de casos, este virus seguirá mutando y cobrándose muchos miles de víctimas en todo el planeta. No se justifica de ninguna manera la brutal restricción de las libertades por este motivo. Ni es eficaz ni es legítima.

Medidas tan ridículas como el toque de queda o la limitación de aforo en la hostelería y en las reuniones privadas apenas contienen la epidemia. Sí contienen, en cambio, las relaciones e interacciones entre individuos, y quizá sea eso lo que entusiasma a los ideólogos del estatismo, que han encontrado en el covid-19 un aliado valiosísimo. Justo cuando el Estado iba perdiendo su carácter de nodo de paso obligatorio en esas interacciones, una oportuna pandemia lo ha resituado en la cima de la organización social. Qué pésima noticia para la libertad de las personas. El virus ha servido a los tiranos obvios, como Putin, y a los aspirantes, como Orbán o Sánchez, para debilitar durante bastante tiempo, sobre todo al principio de la crisis, la separación de poderes, el control parlamentario sobre el poder ejecutivo, la libertad de prensa, la libertad de expresión y por supuesto las de reunión y manifestación. Ha servido también para, aprovechando que el Manzanares pasa cerca de La Moncloa, embestir contra la propiedad privada y contra la economía de libre mercado. Barbaridades como la expropiación inmobiliaria del archipiélago balear habrían tenido mayores resistencias en el mundo previo al coronavirus. Es muy triste ver cómo algunas expresiones, especialmente la de la "nueva normalidad" se han extendido a través de los idiomas y de las fronteras hasta, precisamente, normalizarse. Pero ya basta. Los ciudadanos tenemos derecho a la normalidad de siempre, y no podemos aceptar de ninguna manera que, después de esta crisis, varíe el concepto mismo de lo que es normal. Habrá sido una variación injusta y orientada a satisfacer los intereses de los Estados y de las élites que los controlan. Los Estados, poco antes de que el virus irrumpiera en nuestras vidas, estaban próximas al estallido de la burbuja monetaria derivada de su frenética impresión de billetes sin respaldo. Qué suerte han tenido con el virus, comodín ideal para justificar cualquier desastre económico.

El estado de alarma debería desembocar en la alarma respecto al Estado. Es alarmante que los Estados hayan aprovechado esta situación para recuperar terreno y reforzar su dirigismo económico y cultural, y para encerrarnos en las fronteras de nuestros países, de nuestros municipios y hasta de nuestras casas. Es alarmante que la población, ante una enfermedad grave y descontrolada, pero magnificada por los medios afines al poder, haya aceptado de forma acrítica y con deplorable sumisión todo, cualquier cosa… lo que le echen. Y es alarmante que los politólogos y otros teóricos de la organización social anticipen estructuras de control que poco se diferencian de las anunciadas por la narrativa distópica. Parece que George Orwell sólo se equivocó de año. Qué libres éramos en 1984, hace casi cuatro décadas, en comparación con la sociedad que comienza a vislumbrarse al final del túnel, a la vuelta de la esquina de este maldito virus.

Necesitamos testeo masivo, vacunación general pero siempre voluntaria y con libre elección de vacuna, medidas de continuidad de la actividad desde el aislamiento para los positivos, y abrir la economía de par en par. La medida totalitaria del toque de queda debe levantarse de inmediato. La restricción de movimientos no puede discriminar ni un minuto más a los desplazamientos por ocio frente a los desplazamientos por trabajo, porque esa distinción resulta odiosa al conferir al Estado un poder moral que no le corresponde. El Estado nos impide juntarnos en una casa, en un velatorio o en el bar, pero nos hace comprimirnos en autobuses y metros para producir y pagarle impuestos. El Estado es un granjero cruel y despótico que, cuando le interesa, hacina a sus sufridas reses, nosotros, pero no les da ni un minuto de esparcimiento y restringe su libertad hasta, precisamente, animalizarnos. Fue también George Orwell quien primero empleó este símil en su novela "La granja animal". Cuánta razón tuvo. 

Seguirá atormentándonos la pesadilla epidémica mientras no se logre el avance médico realmente importante, que no es la vacuna sino la cura, el tratamiento de la enfermedad para que no importe (tanto) contraerla. Pero la otra pesadilla, la normativa, debe desaparecer ya. Despertemos de ella, pongamos en su sitio a los políticos con delirios de autócratas y recuperemos nuestra libertad.

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