Opinión

Europa sin Gran Bretaña

Las campanadas de Nochevieja marcarán un hito tan histórico como la fundación de la primera comunidad de estados europeos tras la posguerra mundial: la salida voluntaria de uno de ellos por no soportar más la deriva del conjunto. Y por no aguantar, sobre todo, la insidiosa coerción de la nueva casta de eurócratas imperiales que se creen capaces y ungidos para hacer su santa voluntad obligando a quinientos millones de personas. Y no es cualquier país el que acaba de marcharse, sino uno de los fundadores y uno de los más relevantes política, económica y demográficamente.

La construcción europea fue un producto de su tiempo. Había una atroz Guerra Fría que en cualquier momento podía volverse caliente. Se había vencido a uno de los dos horribles totalitarismos surgidos en la primera mitad del siglo, pero el otro rodeaba Berlín, nos apuntaba desde el Telón de Acero, expandía su influencia por medio mundo y gozaba de bastante predicamento en nuestras universidades y fábricas. Por esos motivos, era imprescindible que Europa Occidental se uniera como bloque económico y comercial, pero también que acordara un marco de libertades. Se hablaba por entonces del Mercado Común, y eso habría bastado. Un mercado continental dotado de una carta de derechos y libertades, con libre movimiento de personas, bienes, servicios, capitales y datos. Eso y el total levantamiento de aranceles y trabas al comercio interno daban sentido a un moderado paripé político. No hacía falta nada más. No era necesario, por ejemplo, un parlamento gigantesco pero sin poder, ni diseñar en los laboratorios sociológicos de Bruselas una especie de nacionalismo paneuropeo en un mundo que, ya por entonces, caminaba hacia la globalización. Es más, tampoco debió entenderse aquella construcción europea como un fenómeno histórico irreversible, como la eclosión de un país nuevo por fusión fría de los existentes. El contexto mundial de enfrentamiento bipolar entre superpotencias podía cambiar, y efectivamente lo hizo, y lo hicieron también las restantes variables de la ecuación. 

Europa debió pararse en el Mercado Común, pero la desmedida ambición de políticos y burócratas fue montar un imperio que rivalizara con Norteamérica, con el bloque del Este o con China. Desde atalayas tan altas que les impedían ver la realidad,nuestros insufribles cretinos, convencidos de la superioridad moral de todo lo europeo, presumían de que la Comunidad Europea, más tarde Unión, era lo más civilizado, justo y, cómo no, social, del planeta Tierra. Íbamos a sanar al mundo entero derramando generosamente nuestra europeidad. La patria continental de Leonardo da Vinci, al ritmo de la “Oda a la Alegría” de Beethoven, iba a ser la nueva potencia mundial de la paz, la concordia y el buenismo, con grandes dosis de endeudamiento keynesiano temerario para regarlo todo de bondad, nuevos derechos y sofisticada ingeniería social. Era a la vez el cuerno de la abundancia y el paraíso de la socialdemocracia generalizada y transpartita. El espejismo empezó a resquebrajarse cuando la implosión del comunismo en 1989 dejó sin justificación la vía intermedia entre ese proyecto fracasado y el capitalismo, pues en eso había consistido, en gran medida, la construcción europea. El sueño se vio bastante tocado cuando, a partir de 1995, la Organización Mundial del Comercio estableció parámetros universales que aspiraban a diluir los bloques comerciales y favorecer el libre intercambio de todos con todos. La crisis de 2007 le dio la puntilla. Pero los eurócratas, erre que erre, seguían apostando por un hiperestado continental omnipotente y cada vez más asfixiante, más opaco y menos sometido al escrutinio ciudadano. Es normal que el primero en saltar haya sido un país de larga y rica tradición en esto de la democracia parlamentaria y del contraste de pareceres y opciones en la sociedad.

Pero la arrogancia continúa. A los británicos primero se les reprendió y se les tachó de paletos. ¿Cómo osaban desembarazarse del calido abrazo de la madre Europa? Se les auguró catástrofes enormes que, por supuesto, no han ocurrido. La Comunidad de Madrid y el Ayuntamiento de la capital montaron una oficina conjunta en Londres para facilitar el traslado de las sedes de empresas, pues era obvio que las multinacionales iban a huir despavoridas de las orillas del Támesis, y qué mejor que ofrecerles las del Manzanares. No vino ni una, claro. Pero la ceguera madrileña ante el significando profundo del Brexit no fue muy diferente de la que afectó al resto de Europa a este lado del Canal de la Mancha. Sólo fue más castiza.

El proyecto europeo está en fase terminal. No por perder uno de los motores de la economía, de la cultura y de todo-eso es sólo un síntoma evidentísimo-, sino por su hipertrofia. Hay otros, desde la deriva autoritaria de Hungría y Polonia hasta la incapacidad de articular una política exterior común (la puntilla ha sido poner al frente de la misma a Josep Borrell). Hay un fracaso interno pero hay también un cambio total del contexto mundial, que invalida las premisas y la misión original del proyecto. 

Hoy, francamente, España estaría mucho mejor si saliera de la UE quedándose en el Consejo de Europa y en la EFTA. Esta asociación de países incluye a Noruega, Islandia o Suiza, y habilita a sus miembros para todo lo bueno de la UE sin lo malo. O, si no, forcemos una reconducción radical de la UE. Salvemos Schengen, salvemos el euro (aunque respaldándolo de verdad y acabando con la alocada política de estímulos y de compras de deuda soberana) y salvemos el núcleo de la construcción europea, que es, actualizado, el Mercado Común. Todo lo demás sobra e incluso asusta, como ha asustado con razón a los británicos. Pero ya veremos si Bruselas aprende por fin o sigue encerrada en su torre de marfil, presa de su ensoñación imperial mientras el mundo, Gran Bretaña incluida, ha emprendido ya otro camino.

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