Opinión

La farsa electoral rusa

Este viernes 15 comienza el proceso electoral para “elegir” nuevo presidente en la Federación de Rusia, que durará hasta el domingo. Si las elecciones nunca habían sido suficientemente limpias ni libres en la Rusia postsoviética, el escenario actual es un mero teatrillo. Para empezar, las elecciones son ajenas, como siempre, a toda observación internacional confiable. El régimen ha invitado a un millar de pseudoobservadores extranjeros, principalmente de los países satélites, a darse una vuelta por algún colegio electoral, pero todas las grandes agencias internacionales de supervisión se han visto excluidas, como es habitual. En el entorno europeo, la principal es la de la Oficina de Derechos Humanos e Instituciones Democráticas (ODIHR por sus siglas en inglés), que depende de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE). Esta prestigiosa agencia despliega observadores en los países y aplica criterios exigentes y rigurosos para determinar el grado de libertad y corrección de los procesos electorales. Una vez más, las autoridades rusas le han negado a la OSCE las condiciones mínimas aceptables para realizar su labor de observación. El 30 de enero, Moscú acusó a la OSCE de no querer participar para apoyar así la narrativa occidental, pero esta organización no pide nada que no exija igualmente a cualquier otro país donde vaya a desarrollar su labor, y en general siempre se le concede. En Rusia, en cambio, le niegan desde hace casi veinte años, y especialmente desde 2007, las mínimas condiciones operativas que permiten observar rigurosamente un proceso electoral. La OSCE denunció el viernes pasado un grave recrudecimiento de la persecución a los disidentes rusos.

Por supuesto, a la oposición auténtica no se le permite presentarse a esta ni a ninguna otra elección. Sus miembros están en la clandestinidad, en el exilio o en la cárcel. Y algunos de los que ya no están murieron a manos del régimen. El pequeño Partido Libertario, constituido sobre todo por jóvenes, ni siquiera está formalmente inscrito. Su primera representante electa en una institución (el ayuntamiento moscovita) fue la joven urbanista Vera Kichanova, que hoy vive exiliada en Gran Bretaña. El viejo partido liberal Yabloko, que sí había llegado a pisar la Duma (parlamento federal), está marginado desde 2003. De ese partido había surgido inicialmente Alexéi Navalny, que después fundó el suyo propio. Además de asesinar a su líder injustamente encarcelado, ese partido también está vetado por el régimen. Otro importante disidente de la Rusia rojiparda o “nazbol” de Vladimir Putin es el campeón mundial de ajedrez, Garry Kasparov, que vive desde hace más de una década en el exilio porque el régimen le dejó bien claro que iba a correr la misma suerte de Boris Nemtsov, el opositor duramente crítico con Putin que, cómo no, fue asesinado en 2015. 

Nemtsov no es ni mucho menos el único político opositor que ha pagado con su vida, aunque sí el más conocido junto a Navalny. Pero además de políticos, el régimen ha acabado con las vidas, la libertad o la reputación de muchos periodistas, empezando por la recordada Anna Politkovskaya, asesinada en 2006 por denunciar las atrocidades cometidas por el régimen en Chechenia. Casi veinte años después, la actual campaña presidencial se desarrolla en un clima aún mucho más autoritario. No quedan medios opositores porque el precio a pagar ya es humanamente imposible. Tampoco quedan ya casi organizaciones independientes en la sociedad civil: ni pueden captar miembros, por el miedo generalizado, ni recaudar fondos, ni tampoco recibir apoyo exterior porque tendrían que declararse “agentes extranjeros”, con las consecuencias imaginables. En cambio el régimen riega el mundo con los millones de su fondo de reptiles, el mayor de la historia, distorsionando el panorama político, social y mediático occidental.

A estas pseudoelecciones concurren cuatro candidatos, tras haberse excluido el pasado 8 de febrero al único anti-guerra, Boris Nadezhdin, en una reunión irregular y extraordinaria de la junta electoral. Junto al indudable ganador Vladimir Putin, al que seguramente se acreditará más de la mitad de los votos para evitar la segunda vuelta, van como comparsas el comunista Kharitonov, que representa a la que aún es la segunda fuerza política en la Duma, treinta y tantos años después de la implosión de la URSS; el líder de la extrema derecha Leonid Slutsky, y el supuestamente menos antioccidental, Vladislav Davankov, que sin embargo es extremadamente conservador en materia moral y fuertemente contrario a la inmigración. Pese a todo, quizá Davankov podría remotamente, muy remotamente, ser el único de los cuatro en tener algún pase desde una perspectiva democrática. Pero no nos engañemos, en las elecciones presidenciales de Rusia “la suerte está echada”… de la ecuación, y echada de menos porque todo está cantado. En estos tres días veremos una vez más un paripé vulgar, orientado a entronizar otra vez al zar. A fin de cuentas, para eso reformó la constitución de forma que pueda eternizarse en el poder.

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