Opinión

Galicia, el nuevo Tigre Celta

Irlanda era un país pobre, periférico, sometido a la influencia indeseada de la gran isla vecina y condicionado por el conflicto del Norte. Era un país de emigrantes al que nadie acudía para instalarse. Incluso el turismo era escaso. Dublín recibía fondos y ayudas de Bruselas. Llegaron los noventa y un bendito cruce de cables en las sinapsis neuronales de los políticos irlandeses, de todos los colores ideológicos, obró el milagro. La Irlanda atrasada se sometió a un cambio radical y fulgurante, y en pocos años la isla se aupó al pelotón de cabeza de las economías del Viejo Continente. Las empresas de todo el mundo empezaron a fluir para instalar su sede europea en la verde Irlanda, y verde fue también el resultado de las cuentas nacionales, en las que antes sólo había números rojos. Los periodistas acuñaron la expresión "el Tigre Celta" para referirse a ese país, porque, como los "tigres" del Sudeste Asiático (Taiwán, Hong Kong, Singapur o Malasia), el pequeño país europeo había sufrido una maravillosa metamorfosis y tenía ya un peso muy relevante en la nueva economía globalizada.

Esta semana Pablo Casado ha pedido a todas las comunidades autónomas gobernadas por los suyos que sigan los pasos de Madrid en cuanto a fiscalidad y finanzas. No le falta razón en esto. Es un aviso a sus barones territoriales: ya está bien de implementar prácticamente la misma política económica que los socialistas. Ya está bien de intervencionismo. Keynes está muerto y sepultado, esto es el siglo XXI y hace falta otra mentalidad. Lo que les dice Casado entre líneas es que adelgacen la administración, externalicen los servicios para que los presten empresas especializadas y no funcionarios, liberalicen la economía, reduzcan la burocracia y las barreras de entrada y aminoren la brutal carga tributaria que hoy pesa sobre empresas y particulares, también en el nivel autonómico. Les está diciendo que miren cómo Madrid, cobrando algo menos de impuestos, recauda un cincuenta por ciento más y, sobre todo, atrae infinidad de empresas que a su vez generan empleo y riqueza. La receta es sencilla y los barones peperos deberían aplicarse el cuento. Entre ellos destaca el presidente de la Xunta de Galicia, conocido por su centrismo y por su afinidad con la vieja guardia de Soraya y Rajoy. En un escenario político donde la derecha está dividida entre liberal-conservadora (Casado) y nacionalpopulista (Abascal), no hay espacio para el sorayismo centrista en lo económico, y la prueba es el desinfle terminal de Ciudadanos. Los líderes regionales del PP tienen que elegir entre la corriente liberal-conservadora que manda en Génova o la nada. Alberto Núñez Feijoo haría bien en iniciar una transición veloz hacia una Galicia más beligerante en lo económico, pero para reivindicar transferencias, no del dinero ajeno, sino de competencias que le permitan liberar la economía y facilitar la generación de riqueza. Y el gobierno andaluz de Juan Manuel Moreno Bonilla debería seguir el mismo camino. Décadas de apalancamiento en la subvención externa no han levantado a las comunidades receptoras netas. En vez de generar riqueza nueva se ha mantenido la pobreza vieja.

El modelo razonable, dentro de lo que cabe, es el de Madrid, y eso que Madrid está ahogada por un régimen fiscal que la tiene maniatada. Madrid, Galicia, Andalucía y las demás comunidades no forales deberían aspirar a conciertos económicos como el navarro y el vasco. La recentralización que plantea Vox es un retorno funesto a la España polvorienta de las películas de Berlanga. Sólo con un fuerte federalismo económico tendrán todas las regiones un autogobierno digno de tal nombre, y no la pantomima esta que mantenemos desde la Transición. Sólo así podrán competir. El Índice Autonómico de Competitividad Fiscal arroja una diferencia de apenas veinticinco puntos sobre cien entre la comunidad más competitiva en impuestos, Madrid, y la menos competitiva, Cataluña. Pero incluso esa mínima diferencia ya permite hacer de la región capitalina un polo de atracción de inversiones, actividad y profesionales con alta cualificación, drenados del resto del país. Galicia forma en sus universidades a sus jóvenes más dotados para que al final terminen trabajando en Madrid. O en Dublín. Feijoo y los demás barones del PP pueden emular a Madrid y, de hecho, ir más lejos y exigir competencias financieras plenas y federalismo fiscal de verdad; o pueden seguir instalados en la cultura del reparto. Galicia no necesita que nadie le reparta nada, lo que necesita es libertad normativa para atraer empresas de España y del mundo, y para que las autóctonas prosperen con menos trabas y menos mordiscos fiscales que hoy. Feijoo puede hacer de Galicia un nuevo Tigre Celta, pero para eso tiene que desaprender todo el intervencionismo democristiano, basado en los errores nefastos del distributismo de Chesterton (tan parecido a la socialdemocracia), y abrazar los principios del capitalismo de libre mercado. Si así lo hace, Galicia tiene el potencial de convertirse en pocos años en una de las comunidades punteras en España e incluso en un motor económico a nivel europeo. Si no, seguirá como la Irlanda previa al cambio de chip: periférica, dependiente y subsidiada. No es tan difícil de ver.

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